ISLAM KARIMOV Y LA TRAGEDIA DE UZBEKISTÁN

UZBEKISTANSTOPTORTURADe los múltiples y sombríos récords alcanzados por los 27 años de gobierno de Islam Karimov en Uzbekistán, uno de ellos es el de contar con el encarcelamiento más largo del mundo de un periodista: Muhammad Bekzhanov. Este periodista ha pasado más de la mitad del gobierno de Karimov en la cárcel, sólo por atreverse a criticar al gobierno.

Bekzhanov era redactor jefe de un periódico de oposición cuando fue condenado a 15 años de prisión en 1999, tras haber sido torturado por miembros de las fuerzas de seguridad para que confesara haber cometido delitos “contra el Estado”. Los malos tratos en prisión lo han dejado sordo de un oído, y sufre tuberculosis.

Amnistía Internacional hizo campaña durante años en favor de su liberación, y los simpatizantes de la organización enviaron cientos de miles de mensajes en su favor. Sin embargo, las autoridades no se conmovieron. Al igual que en muchos otros casos, Uzbekistán permaneció mudo a las críticas a su historial de derechos humanos. En 2012, en lugar de liberar a Bekzhanov, las autoridades ampliaron su condena.

A Karimov nunca le ha temblado la mano a la hora de torturar y masacrar para aplastar sus detractores, tal como pude ver con mis propios ojos en 2005. Durante los años de Islam Karimov como presidente, Amnistía Internacional documentó informes de tortura, de ejecuciones extrajudiciales y de la existencia de una cultura de impunidad. La represión del régimen era tan severa que es poco probable que la fortuna del país se recupere en un futuro previsible.

Aquel año, las fuerzas de seguridad de Karimov mataron a tiros a cientos de manifestantes en la plaza principal de la ciudad oriental de Andiyán. Semanas después, viajé de incógnito a Uzbekistán para entrevistar a quienes habían sobrevivido a la matanza, así como a los familiares de quienes no lo habían conseguido.

Hablaban en susurros, tras puertas cerradas, y se negaban a que se citara su nombre. Para entonces, la mayoría de los agujeros de bala de la plaza se habían tapado, pero la gente a la que conocí estaba aterrada por lo que podría suceder a continuación.

Porque, aunque la matanza de Andiyán ha sido posiblemente el más infame de los delitos de Karimov que se han conocido en el extranjero, fueron su encubrimiento y su represión subsiguientes los que alimentaron el terror cotidiano de la ciudadanía de Uzbekistán.

Después de la masacre, las autoridades trataron de imponer su propia versión de los hechos, e insistieron en que las protestas habían sido organizadas por extremistas armados. En un esfuerzo por silenciar a cualquiera que pudiera contradecir la versión oficial, miles de personas fueron encarceladas.

Las autoridades también persiguieron a unos 500 ciudadanos uzbekos que habían huido al vecino Kirguistán, cada uno de los cuales constituía un testigo hostil en potencia.

La mayoría de estos refugiados finalmente se reasentaron en otros países, pero algunos sintieron que no tenían más opción que regresar, porque sus familiares habían sido encarcelados en Uzbekistán. Pese a las garantías ofrecidas por el gobierno, también ellos terminaron en prisión.

Estas acciones estaban en consonancia con las medidas que Amnistía Internacional había documentado durante el gobierno de Karimov, en el transcurso del cual las autoridades mostraron una y otra vez su desprecio por el Estado de derecho y los derechos humanos. La detención arbitraria, la tortura y otros malos tratos se han convertido en rasgos característicos del sistema de justicia penal.

Son las herramientas que las autoridades uzbekas han utilizado para hacer frente a la disidencia y mantenerse aferradas al poder.

Justo este abril, un informe de Amnistía Internacional mostró la manera en que los jueces suelen dictar condena basándose en confesiones obtenidas mediante tortura. Mientras tanto, los tribunales ignoran o desestiman las denuncias de tortura u otros malos tratos realizadas por los acusados.

Las autoridades uzbekas también han invocado habitualmente razones de seguridad nacional y la necesidad de combatir las “actividades contra el Estado” como justificación para las medidas represivas tomadas contra decenas de personas a las que desean silenciar.

Entre esas personas se encuentran opositores políticos, personas que critican al gobierno, periodistas como Muhammad Bekzhanov, musulmanes que rezan en mezquitas ajenas al control del Estado, y miembros o presuntos miembros de grupos y partidos islamistas prohibidos.

Pese a que ha habido una cierta condena internacional de la represión ejercida por Islam Karimov, Uzbekistán ha cultivado con éxito alianzas con las grandes potencias.

Lo que resulta aterrador es que ni siquiera huyendo del país han conseguido las víctimas estar a salvo de la brutal represión del Estado.

Las autoridades rusas han violado reiteradamente sus obligaciones internacionales al extraditar a refugiados, solicitantes de asilo y migrantes uzbekos a los que las autoridades de Uzbekistán reclamaban por “motivos de seguridad”. En ocasiones han mirado hacia otro lado mientras las fuerzas de seguridad uzbekas secuestraban a personas. Muchas de las personas que han sido devueltas han sido después torturadas por funcionarios encargados de hacer cumplir la ley.

Mientras tanto, muchos gobiernos occidentales han preferido hacer oídos sordos a las atroces violaciones de derechos humanos cometidas en Uzbekistán, a cambio de apoyo logístico para la coalición encabezada por Estados Unidos en Afganistán.

La Unión Europea impuso sanciones a Uzbekistán tras la masacre de Andiyán, pero más tarde las levantó sin apenas nada que lo justificara.

¿Rendirá alguien, alguna vez, cuentas por los abusos cometidos durante el gobierno de Karimov?

¿Qué dice sobre la comunidad internacional el hecho de que un dirigente pueda supervisar unos abusos tan horrendos durante tanto tiempo sin que exista la menor muestra de rendición de cuentas o de una presión exterior efectiva?

La muerte de Karimov brinda al menos a los aliados de Uzbekistán la oportunidad de reconsiderar las condiciones de su relación con uno de los Estados más represivos del mundo, y de poner fin a su vergonzoso silencio sobre los abusos contra los derechos humanos cometidos.

Anna Neistat es directora general de Investigación en Amnistía Internacional.