Debemos proteger a quienes defienden la tierra y el ambiente en Colombia

Por Rodrigo Sales, investigador de Amnistía Internacional

La pandemia de COVID-19 ha redefinido la vital importancia del hogar como el espacio donde podemos desarrollarnos, y sentirnos seguros. Sin embargo, también ha reflejado la realidad de millones de personas para quienes su hogar es, paradójicamente, el lugar más inseguro.

Entre ellas están quienes viven en algunas de las zonas más ricas en recursos naturales de Colombia. Para ellas, defender sus hogares se ha vuelto una actividad letal.

Colombia es el país más peligroso para defender los derechos humanos, según los datos más recientes de la organización Global Witness. Para quienes defienden derechos vinculados a la tierra, el territorio y el medio ambiente, las cosas son aún peores.

Su reclamo es claro: vivir en paz en su hogar. Pero ese hogar no es un espacio físico con cuarto, sala y cocina; es el territorio con sus ríos, sus bosques, sus plantas y animales.

Su territorio también es su hospital, donde encuentran la sanación para su heridas físicas y emocionales. Es su templo sagrado que utilizan para tener sus rituales y poder conectarse con divinidades. Es su supermercado, pues la tierra les da sus alimentos. Y es donde se encuentran sus amistades, porque todas las personas se ven como parte de un mismo núcleo.

Los pueblos afrodescendientes, indígenas y campesinos ejercen la propiedad comunitaria de la tierra y el territorio y son quienes defienden los recursos que hacen que el planeta y nosotros sigamos respirando.

“La Amazonia es importante para mí porque es mi casa, pero también es la casa de muchos. Los que no tienen la Amazonia como casa, la tienen, aunque no sepan, como sus vías respiratorias, pues aquí es uno de los pulmones del planeta,” me dijo la defensora Jani Silva cuando navegábamos en una lancha por el río Putumayo.

Sin embargo, la riqueza natural que hace de la tierra su forma de vida es, paradójicamente, su principal amenaza frente a grupos armados y empresas que quieren sacar provecho económico y frente a autoridades inescrupulosas que fallan en su deber de protegerlas.

Durante el último año tuve la oportunidad de conocer a muchas personas que, como Jani, defienden con su vida su hogar y el medio ambiente desde hace décadas. Sus historias han quedado plasmadas en el nuevo informe de Amnistía Internacional “¿Por qué nos quieren matar?”.

En muchos casos han pagado un alto precio por su valiente trabajo. Jani, por ejemplo, tuvo que salir de su comunidad en 2018 por las constantes amenazas y ataques a manos de los grupos armados que llegaron a su territorio tras la salida de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), luego de la firma del Acuerdo de Paz en 2016.

Pero las amenazas la han vuelto aún más fuerte y determinada.

“Nadie me va a detener”, me dijo. “Mientras haya abusos en el territorio yo seguiré firme haciendo las denuncias. Un día volveré a mi casa”.

La historia de dolor y valentía de Jani se repite en todo el país.

Danelly Estupiñán, defensora de los derechos de comunidades afro en la ciudad de Buenaventura, en el oeste del país, también ha tenido que salir de su hogar debido a las amenazas que sufrió.

Dice que los ataques son en represalia a su oposición a varios proyectos de infraestructura en la gran ciudad portuaria. Luchar por el reconocimiento de los derechos ancestrales de las comunidades afro le pone en peligro. Las autoridades le han proporcionado escoltas, pero Danelly dice que no es suficiente. Lo que necesita, dice, es que el Estado aborde las causas estructurales de la violencia contra las comunidades.

“Los esquemas no mitigan el riesgo, porque en verdad los ataques no son porque personas tengan problema conmigo, es por el trabajo que yo hago. Cualquier persona que haga el mismo trabajo también sufrirá las mismas amenazas”, Danelly me explicó.

En otras zonas de Colombia, incluidas aquellas donde se cultiva la coca y donde el conflicto armado continúa, la situación es aún peor.

María Ciro, una defensora de derechos humanos que conocí en el Catatumbo, en el este del país, me explicó que las comunidades en la zona viven entre la amenaza de grupos armados y el ejército, y la falta de ayuda humanitaria del gobierno, que tampoco les brinda opciones viables para dejar los cultivos ilícitos.

“Las personas se refugian en sus casas, entonces no pueden trabajar en el campo y tener de que comer”, me contó María. “Las personas en el Catatumbo viven entre la posibilidad de morir por el conflicto o morirse de hambre”.

Quienes trabajan para defenderles, como María, viven estigmatizadas por la percepción de que las personas campesinas están vinculadas al narcotráfico.

Líderes y lideresas de comunidades indígenas también me hablaron sobre los ataques que sufren.

Mauro Chipiaje, líder de una comunidad indígena en la región del Meta, me contó que cuando pudieron regresar a su territorio en 2015 después de décadas de desplazamiento, se dieron cuenta que el medio ambiente había sido destruido y que otras personas estaban ocupando el lugar. Hoy luchan por recuperar su hogar y sus vidas.

Colombia es un país de paradojas. Uno de los países con más normas, protocolos e instituciones de protección para quienes defienden los derechos humanos es, al mismo tiempo, uno donde más personas mueren por proteger la tierra y el medio ambiente.

El no escuchar a las comunidades sobre las medidas de protección que necesitan es parte del problema. También lo es nuestra apatía y no entender que todas las personas quienes defienden la tierra, el territorio y el medio ambiente no solo protegen sus hogares sino la naturaleza que nos mantiene vivas a todas las personas del planeta.