En la visita de Erdoğan a la Casa Blanca no hay que olvidar el sufrimiento en el norte de Siria

Desde que comenzó la ofensiva militar turca en el norte de Siria, el presidente turco Erdoğan ha pedido al mundo que no crea lo que ven sus ojos. El miércoles tendrá la oportunidad de repetir este mensaje en Washington, cuando llegue para reunirse con el presidente Trump. Pero, pese a la insistencia del gobierno turco en que hacía falta una operación militar para detener al terrorismo y lograr la paz, esta operación ha causado un daño incalculable a toda la población civil, sea cual sea su origen. Lo sé porque me he entrevistado con algunas de las personas afectadas.

Esta primavera, viajé a Siria como parte de una delegación de Amnistía Internacional enviada para investigar el bombardeo estadounidense de la ciudad de Raqqa. Qamishli, una localidad situada en la frontera con Turquía, fue uno de los pocos lugares lo bastante seguros como para llevar a cabo nuestra misión. Que la localidad de Qamishli nos sirviera de base fue de lo más adecuado. Desde que comenzó la guerra en Siria, Qamishli y sus alrededores, en el nordeste de Siria, llegó a albergar a decenas de miles de personas musulmanas, cristianas, yazidíes, árabes y kurdas que huían de las bombas de barril sirias, los aviones de guerra rusos, la artillería turca y el abismo del Estado Islámico. La población del norte de Siria tenía poco, pero de algún modo fue capaz de crear cierta normalidad y tolerancia en medio de las privaciones de la guerra. La ofensiva militar turca ha puesto brutalmente fin a esa existencia.

En las escasas semanas transcurridas desde que comenzó la incursión, Amnistía ha hallado que ya se han cometido crímenes de guerra en la localidad en la que había estado y en las carreteras por las que había viajado esta primavera. Entre las víctimas de los ataques indiscriminados que sólo han aumentado en frecuencia e intensidad se cuentan periodistas, convoyes civiles e incluso un niño de 11 años. Hasta 300.000 personas corren el riesgo de ser desplazadas a medida que la ofensiva penetra más en las localidades y ciudades que se extienden en la frontera entre Turquía y Siria. La población de Qamishli me alimentó y me dio la bienvenida. Hoy saca a niños y niñas de los escombros.

En Turquía, muchas personas discrepan de las políticas del gobierno, pero la lectura de las redes sociales, el seguimiento las protestas y de la prensa turca no permite saber cuántas. Desde la invasión, las autoridades han procesado a quienes usan las redes sociales por reproducir contenidos inocuos, han prohibido protestas en gran parte del país y han atacado a los profesionales del periodismo independientes que quedan. El gobierno presenta cargos orwellianos como “apología de un delito” o “insultos al presidente”, y califica los llamamientos a la paz de “propaganda terrorista”.

Las autoridades turcas tienen experiencia en traducir crisis humanitarias en ganancias políticas. Tras el fallido intento de golpe de Estado de 2016, que se saldó con la muerte de más de 200 personas, las autoridades cerraron miles de medios de comunicación y encarcelaron a dirigentes de la oposición, tras lo cual, una sociedad civil antes floreciente lucha ahora por sobrevivir. Algunos de los abusos más atroces del pasado de Turquía han vuelto. Tras años de descenso del número de casos, la tortura reaparece una vez más. Se denuncian de nuevo desapariciones forzadas tras una pausa de casi 20 años.

En los tribunales turcos, el proceso es el castigo. Las personas acusadas pueden pasar años en prisión preventiva sin que se presente contra ellas ninguna prueba creíble. Cuando el caso llega por fin a juicio, los tribunales encuentran nuevas y creativas formas de subvertir la justicia y actuar contra las personas encausadas. Durante el juicio de Osman Kavala, respetado líder de la sociedad civil turca acusado de conspirar para derrocar el gobierno, hubo testigos de la acusación que declararon a través de una conexión de vídeo deficiente, sin que se acreditara su identidad ni su relación con el acusado. Mi propio colega, el expresidente de Amnistía Internacional Turquía Taner Kilic, pasó más de un año en prisión. El gobierno turco lo acusa absurdamente de ser un terrorista, afirmando que tenía instalada en su teléfono una aplicación de mensajería que usaba el Movimiento Gülen. La acusación era tan infundada como ridícula. El propio análisis forense del gobierno demostró posteriormente que nunca se había instalado la aplicación. Taner Kilic sigue estando enjuiciado.

Si las autoridades turcas persiguen a dirigentes de la sociedad civil como Kilic y Kavala, no es de extrañar que, pese a la generosidad de Turquía al acoger a 3,6 millones de personas refugiadas sirias, muchas de ellas tengan dificultades para sobrevivir y su condición en Turquía corra cada vez más peligro. Amnistía ha concluido que, entre julio y septiembre de este año, probablemente cientos de personas refugiadas sirias en Turquía fueron detenidas y transportadas contra su voluntad a Siria. Deportar a una persona a una zona de conflicto activo como Siria pone en peligro su vida y viola los preceptos más básicos del derecho internacional.

En un periodo de divisiones partidistas, el Congreso ha demostrado tener una sorprendente capacidad de unirse en torno a su ira hacia el gobierno turco. A pesar de que legisladores y legisladoras están furiosos por numerosas políticas del gobierno turco, las recientes operaciones de las fuerzas armadas turcas han destacado como una singular fuerza galvanizante. En una sociedad en la que los medios de comunicación están amedrentados y se aplasta la disidencia, no se pueden debatir ni cuestionar los abusos de las fuerzas armadas turcas en el norte de Siria. Si el Congreso desea fomentar realmente la relación entre Estados Unidos y Turquía tras la incursión, tiene que exigir una explicación honesta del coste humano de la operación y proteger a quienes, tanto en Turquía como en Siria, pueden ayudar a sacar conclusiones.

Margaret Huang es directora ejecutiva de Amnistía Internacional Estados Unidos, organización no gubernamental galardonada con el premio Nobel de la Paz