Estados Unidos y la Unión Europea corren el riesgo de transmitir el mensaje equivocado sobre Myanmar

De Matthew Wells, Senior Crisis Advisor y Laura Haigh, Myanmar Researcher

Daw Aye Am, de 35 años, cerró la puerta de su casa en el pueblo de Pain Hwe, en el estado de Shan del Norte. Las pistolas que disparaban tiros esa mañana del 26 de junio se habían callado, y ella tenía que ir a la clínica local para recibir tratamiento por una enfermedad que estaba empeorando. Entonces sonó otra explosión.

Cerca de dos años después de que una histórica elección marcara el inicio de un gobierno casi civil liderado por Aung San Suu Kyi, la situación es explosiva en los territorios fronterizos de Myanmar, desde el estado de Rajine, en el oeste, hasta los estados de Kachin y Shan, en el norte. Para muchos, esa elección marcó un gran paso en la transición de Myanmar desde el Estado paria en que se había convertido tras varios decenios de régimen militar. Sin embargo, el ejército sigue controlando resortes clave del poder y ha mostrado escaso interés en poner fin a su legado de violaciones sistemáticas de derechos humanos. Ese mismo ejército está implicado actualmente en abusos cometidos en gran escala en el estado de Rajine y en el norte de Myanmar, por lo que no parece el momento más oportuno para que los gobiernos de Estados Unidos y de la Unión Europea se planteen la posibilidad de incrementar su participación militar.

El estruendo se debía a un proyectil de mortero que el ejército de Myanmar había disparado desde una posición en la localidad de Kutkai, según nos contaron testigos y defensores de los derechos humanos. Las fuerzas armadas habían librado combates en las proximidades con el Ejército de Liberación Nacional Ta’ang (TNLA), uno de los grupos étnicos armados que actúan en el estado de Shan del Norte, pero los testigos dijeron que no había ninguno de esos combatientes ni otros objetivos militares en Pain Hwe, un pueblo mayoritariamente habitado por campesinos de etnia palaung.

El mortero estalló en el exterior de la casa de Daw Aye Am, lanzando fragmentos de metal y tierra contra ella y su esposo, U Aik Dat. Ambos resultaron muertos; dejaron atrás cinco hijos y a la madre de Daw Aye Am, de 70 años. Un vecino de 57 años, U Aik San, sobrevivió a la metralla que lo había alcanzado en la nuca. Un mes más tarde nos mostró el lugar donde se encontraba el matrimonio cuando murió. El muro de hormigón de su casa seguía lleno de agujeros, grandes y pequeños, como si el mortero hubiera vacilado entre usar un mazo o un cincel.

El fuego indiscriminado de mortero ha sido el sello característico de las operaciones militares de Myanmar en los estados de Kachin y Shan del Norte, como describíamos con detalle en un informe publicado en junio. Civiles pertenecientes a minorías étnicas han sufrido además otras violaciones de derechos humanos de diversa índole que a menudo constituyen crímenes de guerra, como ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas y tortura. Muchas se cometen como medida de castigo colectivo por la supuesta lealtad de esos civiles a grupos armados.

Nuestra investigación más reciente en el estado de Shan del Norte, llevada a cabo a finales de julio, indica que está aumentando la regularidad de estos crímenes. Dos días antes del bombardeo de Pain Hwe, soldados de varios batallones de infantería del ejército de Myanmar irrumpieron en el pueblo de Loi Pyat y obligaron a seis hombres de etnia palaung a servir de porteadores. Por el camino estallaron combates entre el ejército y el TNLA. Cinco de los porteadores aprovecharon la confusión para escapar, pero los soldados del ejército capturaron a Aung Than, de 24 años, agricultor dedicado al cultivo del té que cuidaba de su madre, de 62 años.

El cadáver de Aung Than apareció varios días más tarde, según testigos a los que entrevistamos, con una herida de bala en la cabeza y hematomas que parecían indicar tortura.

Escalada en el estado de Rajine

Se ha prestado poca atención a los conflictos en el norte de Myanmar, en parte porque el ejército ha impedido la cobertura informativa de medios de comunicación independientes; un ejemplo destacado fue la detención y reclusión durante dos meses de tres periodistas que llevaban a cabo su labor informativa en la región, para después anunciar el 1 de septiembre que se retirarían los cargos. No obstante, se han recibido numerosos informes sobre patrones similares de abuso en el estado de Rajine, donde Amnistía Internacional y otros documentaron una campaña de tierra arrasada llevada a cabo por las fuerzas de seguridad de Myanmar en 2016. Tales ataques probablemente constituyan crímenes de lesa humanidad.

La situación en norte del estado de Rajine vuelve a deteriorarse rápidamente. El 25 de agosto, radicales rohingyas lanzaron ataques coordinados contra varias decenas de puestos de avanzada y puestos de control de las fuerzas de seguridad de Myanmar. Los ataques marcaban una peligrosa escalada tras varias semanas de tensiones crecientes entre comunidades y el despliegue de cientos de soldados del ejército en la zona

En respuesta, el ejército de Myanmar parece haber retomado sus peores prácticas, lanzando una gran operación de seguridad dirigida contra los rohingyas como colectivo. Según informes verosímiles, soldados han disparado a hombres, mujeres y niños que intentaban escapar. Imágenes por satélite que han examinado por separado Human Rights Watch y Amnistía Internacional muestran la quema generalizada de casas y pueblos; en operaciones llevadas a cabo anteriormente en la región, las fuerzas de Myanmar se han visto implicadas en incendios provocados. A las dos semanas, 270.000 rohingyas habían huido al vecino Bangladesh, según la ONU.

Para empeorar las cosas, los dirigentes civiles del país, incluido el gabinete de Aung San Suu Kyi, están agravando la situación con declaraciones despectivas sobre los rohingyas y acusaciones absolutamente irresponsables contra las organizaciones internacionales de ayuda humanitaria que actúan en el estado de Rajine. Demonizar a las agencias de ayuda humanitaria no hará sino agravar el sufrimiento de las personas que viven allí, como sucede con las restricciones del acceso a esta ayuda en las zonas del norte de Myanmar controladas por grupos armados.

Incentivos sin reforma

Aunque la Unión Europea renovó en abril su “embargo de armas y de material que pueda utilizarse con fines de represión interna” en Myanmar, varios países de la UE parecen estar sondeando el terreno sobre un aumento de su participación militar. El mismo mes, el general Min Aung Hlaing, comandante en jefe del ejército de Myanmar, visitó Austria y Alemania y se reunió con dirigentes militares para debatir la provisión de cursos de instrucción y visitar las instalaciones de un fabricante de aviones. Llevó a cabo una visita parecida a Italia a finales de 2016.

La legislación estadounidense prohíbe igualmente las transferencias de armas a Myanmar, aunque una de las bases para imponer las restricciones terminó en julio, cuando el secretario de Estado Rex Tillerson desautorizó a los expertos de su departamento y borró a Myanmar de la lista de países que usan niños soldados o apoyan a milicias que lo hacen. Al mismo tiempo, la ONU informó de que había corroborado casos de reclutamiento y uso de menores por parte del ejército de Myanmar y de varios grupos armados.

El borrador de la Ley de Autorización de la Defensa Nacional del Senado estadounidense, que probablemente se someta a debate este mes, pide ampliar el compromiso entre ejércitos, principalmente y de momento a través de talleres y cursos de instrucción.

Todas estas medidas parecen pasar por alto la realidad sobre el terreno, donde, además de las continuas violaciones de derechos humanos, el ejército de Myanmar se niega a acometer reformas que lo pondrían bajo supervisión civil. Por ejemplo, el ejército sigue controlando sus propios procesos judiciales, y a la policía de forma más general. Como consecuencia, ha habido una falta total de rendición de cuentas por parte de funcionarios de las fuerzas de seguridad implicados en violaciones de derechos humanos, incluidos crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad.

En su lugar, la Unión Europea y Estados Unidos deberían exigir un cambio sustantivo antes de conceder al ejército de Myanmar el sello de aprobación que supondría incrementar su participación. Deben empezar pidiendo enérgicamente al ejército que ponga fin a sus violaciones de derechos humanos en todo el país. Asimismo deben insistir en que la dirección militar y civil de Myanmar permita acceso sin trabas a la misión de la ONU encargada de investigar las violaciones y abusos contra los derechos humanos cometidos por las fuerzas de seguridad y los grupos armados. Hasta la fecha, el gobierno ha negado la legitimidad de esta misión y ha manifestado  que denegará la expedición de visados a sus miembros.

Además, la Unión Europea y Estados Unidos deben exigir avances palpables en la lucha contra la impunidad con la que actúa el ejército, en concreto mediante el establecimiento de mecanismos independientes de rendición de cuentas. En cuanto a los cursos de instrucción que sigan adelante, la Unión Europea y Estados Unidos deben asegurarse de que no contribuyen a la comisión de violaciones de derechos humanos y asimismo de que se investiga detenidamente a todos los receptores de la formación por si estuvieron implicados en tales crímenes en el pasado.

Tras las elecciones de 2015, muchos civiles pertenecientes a minorías étnicas expresaron la esperanza de que terminara el ciclo de conflictos y abusos en el que ha estado inmerso el país durante decenios. Sin embargo, al no haber tomado medidas contra los continuos crímenes del ejército, ni siquiera para denunciarlos, los dirigentes civiles del país han fomentado la desconfianza y el resentimiento crecientes.

Mientras sigan lloviendo proyectiles de mortero sobre Pain Hwe y otros pueblos del norte de Myanmar y los soldados sigan disparando contra personas que huyen del estado de Rajine, la Unión Europea y Estados Unidos corren el riesgo de transmitir un mensaje de abandono a las acosadas minorías étnicas del país si incrementan su apoyo militar. Además, corren el riesgo de ser cómplices en las futuras violaciones de derechos humanos cometidas por un ejército que no ha dado señales de ir a abandonar unas tácticas brutales que siguen destruyendo la vida de muchas personas.

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