Garantizar que la CPI asume el desafío

En vísperas del 20º aniversario de su creación, la Corte Penal Internacional tiene que mejorar su funcionamiento.

Por Kenneth Roth y Salil Shetty

Hace cuatro años, Human Rights Watch y Amnistía Internacional —junto con centenares de entidades más— instaron al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas a enviar a la Corte Penal Internacional (CPI), para su procesamiento, los crímenes atroces cometidos en Siria. Para entonces, el conflicto se había cobrado ya 100.000 vidas, principalmente de civiles. Hoy, se calcula que la cifra de muertes supera el medio millón, y cada día se cometen nuevas violaciones de derechos humanos y homicidios ilegítimos.

Sin embargo, la CPI no ha podido actuar. El veto de Rusia en el Consejo de Seguridad sigue bloqueando el camino a la justicia para las víctimas de Siria. Otros miembros del Consejo, incluido Estados Unidos, también han utilizado o amenazado con utilizar su veto para bloquear la acción sobre otras atrocidades.

Esta triste situación está muy lejos del verano de 1998, cuando numerosos gobiernos, con el apoyo de organizaciones no gubernamentales, se reunieron en Roma para crear la CPI. Muchas de las grandes potencias, incluido Estados Unidos, se opusieron a la iniciativa, pero gobiernos de países más pequeños y medianos aprovecharon lo que resultó ser un momento fugaz. Con la fe en el multilateralismo que surgió tras la guerra fría, y la determinación impulsada por el genocidio en Ruanda y la ex Yugoslavia, estos gobiernos actuaron para lograr la ambición, largamente deseada pero nunca realizada, de contar con un tribunal mundial permanente. El Estatuto de Roma, documento fundador del tribunal, se adoptó el 17 de julio de 1998, y el tribunal se estableció cuatro años después.

La CPI es un tribunal de último recurso, para los delitos internacionales más graves, como el genocidio, los crímenes de guerra y los crímenes de lesa humanidad. El tribunal puede actuar en todos los países que se han unido a su tratado —ya hay 123 miembros de la CPI—, pero en los Estados que no se han unido, como Siria, hace falta la denominada remisión, bien por parte del gobierno o por parte del Consejo de seguridad de la ONU. Pese a estos y otros límites, la creación del tribunal fue un logro extraordinario, que marcó un firme hito respecto a la justicia y la protección de los derechos humanos.

Hasta el momento, el tribunal ha abierto investigaciones formales en 10 países. Sin embargo, ahora que se están cometiendo atrocidades masivas en muchas partes del globo, la labor de la Corte se necesita también en otros lugares. El tribunal está respondiendo apartándose de su enfoque centrado en África. Por ejemplo, la petición pendiente de la fiscal de abrir una investigación en Afganistán pondría al alcance de la Corte a los ciudadanos estadounidenses que presuntamente han cometido crímenes de guerra en ese país. Eso probablemente provocará una feroz oposición de la administración Trump. Sin embargo, demostraría el potencial de la CPI para investigar a actores previamente “intocables” y demostrar que nadie está por encima de la ley, y rompería el discurso, nocivo aunque engañoso, de que el tribunal sólo actúa contra dirigentes africanos. De igual modo, la ratificación de Palestina y la reciente petición a la fiscal de la CPI para que investigue los crímenes de guerra cometidos allí lleva a la atención del tribunal una situación, que dura ya décadas, de casi total impunidad por parte de las fuerzas tanto israelíes como palestinas.

No obstante, en paralelo con esta acuciante necesidad, la Corte se enfrenta a enormes desafíos. Algunos eran de prever a medida que la Corte gana efectividad y empieza a investigar a Estados más poderosos o afectar a sus intereses. Pero esta explicación no basta.

La Corte necesita mejorar su propia actuación. Se ha visto asolada por procedimientos largos, investigaciones insuficientes en sus primeros casos, y unas estrategias de selección de casos que no siempre reflejan lo que es más importante para las víctimas. A la fiscalía le beneficiaría expresar prioridades claras en y entre los países que aborda, y luego hacerlas realidad.

Pero la carga de impulsar la CPI también recae en sus Estados miembros. Al igual que otras instituciones de protección de los derechos humanos, la Corte ha luchado con la falta de voluntad política entre los gobiernos que aparentemente la apoyan, especialmente en lo que se refiere a la detención de sospechosos. Resulta inevitable que cumplir las obligaciones sea más difícil en la práctica que en la teoría. En la actualidad, la CPI tiene dictadas 15 órdenes de detención que no se han ejecutado. Además, el perjudicial regateo entre los miembros de la CPI para restringir el presupuesto del tribunal ha desplazado el debate significativo sobre cómo construir una institución efectiva.

La CPI ha atraído además una oposición predecible por parte de los dirigentes que tienen motivos para temer la rendición de cuentas. Ante las posibles investigaciones de la Corte, Burundi y Filipinas anunciaron que se retiraban de la CPI, y Burundi ya la ha abandonado de manera efectiva. Sin embargo, tal como demuestra la investigación ahora abierta sobre Burundi, la retirada tiene pocos efectos legales sobre la capacidad del tribunal de perseguir delitos cometidos en el pasado. Kenia, en un momento en el que había ante la CPI causas pendientes contra el presidente y el vicepresidente del país por la presunta organización de ataques contra los simpatizantes mutuos tras las controvertidas elecciones de 2007, trató de organizar una retirada masiva de los países africanos. La firme oposición de otros gobiernos africanos y de la sociedad civil de África frustró su objetivo.

Con el fin de contrarrestar esos ataques, los Estados miembros deben aprovechar todas las oportunidades para demostrar su apoyo a la Corte. Los Estados miembros que se han quejado sobre el presunto carácter selectivo deben apoyar al tribunal cuando abre investigaciones fuera de África. En concreto, ese apoyo puede incluir ejercer presión para que se ejecuten las órdenes de detención pendientes y garantizar que el tribunal cuenta con los fondos necesarios para hacer su trabajo.

Lo que está en juego no es sólo el éxito de una única institución. El “sistema” del Estatuto de Roma es una red de los tribunales nacionales de los países miembros de la CPI. La rendición de cuentas integrada en el tratado de la CPI sirve como catalizador para otras iniciativas de justicia, como el establecimiento de un mecanismo de investigación para Siria, respaldado por la ONU, destinado a eludir el veto de Rusia en el Consejo de Seguridad. Ese mecanismo no es un tribunal, pero puede elaborar causas listas para ser juzgadas mediante investigaciones nacionales e internacionales cuando los sospechosos son detenidos y existen vías para la justicia internacional.

A medida que se aproxima el vigésimo aniversario del tratado de la CPI, es hora de renovar su compromiso con esta institución histórica y de que otros Estados se unan a ella. Vivimos los tiempos peligrosos que los fundadores de la Corte previeron cuando advirtieron en el tratado que el “delicado mosaico [de los estrechos lazos que unen a la humanidad] puede romperse en cualquier momento”. Creían que estaban creando una institución para garantizar que los valores más fundamentales —igualdad, dignidad, justicia— estarían protegidos por ley. Es esencial no dar la espalda a este objetivo. Instamos a la comunidad global que apoyó la creación de la CPI a trabajar junto con los funcionarios del tribunal para garantizar que la CPI y su lucha contra la impunidad se ven fortalecidos, no disminuidos, por la adversidad.

Kenneth Roth es director ejecutivo de Human Rights Watch. Salil Shetty es ex secretario general de Amnistía Internacional.