Hablemos en serio: ¿Somos o no somos humanas?

Ana Piquer, Directora ejecutiva de Amnistía Internacional Chile

El preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos comienza de la siguiente forma: “Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana…”

Pero, habiendo transcurrido literalmente siglos de lucha feminista y por los derechos humanos, habiendo cumplido 70 años desde la aprobación de la Declaración Universal, la vida cotidiana nos cuestiona: ¿se nos reconoce a las mujeres, realmente, como “miembros de la familia humana”? Legalmente hoy sí, al menos como declaración general de principios.

Fue recién en 1999 que se reformó el artículo 1 de la Constitución Política chilena, cambiando la frase “Los hombres son libres e iguales en dignidad y derechos” por “Las personas”, para al fin dejar de usar el concepto de “hombre” como genérico. En la misma reforma, en el artículo 19 número 2 se especificó que “Hombres y mujeres son iguales ante la ley”, declaración que hasta ese momento no existía. De hecho, por increíble que parezca, esto lo vino a confirmar el Tribunal Constitucional en agosto de 2017, en el fallo que declaró la constitucionalidad de la ley de aborto en tres causales. En su considerando trigésimoquinto, el fallo señala “Que la mujer es persona; como tal sujeto de derecho. Por lo mismo, tiene derechos y puede adquirir obligaciones”, y más adelante concluye: “La mujer es, en el lenguaje de la Constitución, una persona humana”.

Resulta tragicómico, que ya entrado el siglo XXI, sea todavía necesario un pronunciamiento de este tipo. Pero si se piensa en la cantidad de maneras en que se nos ha negado humanidad a las mujeres, se pierde rápidamente la parte cómica. Y usaré sólo ejemplos en las leyes chilenas.

Las mujeres, hasta 1989, al contraer matrimonio en sociedad conyugal pasaban a ser “incapaces relativas” para efectos legales, debiendo contar con la autorización del marido para múltiples actos jurídicos. Y había una norma que establecía que la mujer debía obediencia al marido.

Hasta 1994 el adulterio era delito para la mujer que “yace con varón que no sea su marido”, bajo cualquier circunstancia, mientras que el delito equivalente para el hombre, el “amancebamiento”, sólo era delito si “tuviere manceba dentro de la casa conyugal, o fuera de ella con escándalo”.

Hasta 1999 tratándose de un procedimiento judicial por delito de violación, se establecía que “En todo caso se suspende el procedimiento o se remite la pena casándose el ofensor con la ofendida”.

Hasta 2010 no teníamos acceso posible a anticoncepción de emergencia, estando incluso prohibida.

Hasta 2017 no había posibilidad de interrumpir el embarazo ni siquiera en situaciones tan extremas como cuando nuestra vida estuviera en peligro, o el feto fuera inviable, o cuando el embarazo era producto de una violación.

Hasta el día de hoy, está pendiente una reforma a las normas sobre sociedad conyugal, para eliminar que una mujer casada en ese régimen patrimonial pierda por ley la administración de su patrimonio, quedando a cargo del marido.

Hasta el día de hoy el aborto es delito fuera de las tres circunstancias tan extremas que son nuestras actuales tres causales, y las mujeres que abortan no sólo pueden ser juzgadas legalmente, sino que son objeto de un fuerte juicio social. Y no solo eso: en la práctica, se han levantado una a una todas las barreras posibles para que las mujeres o niñas que requieran un aborto dentro de las tres causales no puedan acceder a éste, por ejemplo, mediante la ampliación de la objeción de conciencia.

Todo esto tiene una cosa en común: se niega valor a la voluntad de la mujer. Se desconoce, incluso, se olvida lo que la mujer opina, cree o desea, autónomamente. Esto, en definitiva, es negar humanidad.

La ley no es la cultura, cambiar la ley no garantiza cambios culturales. Pero sí construye o fortalece cultura: lo que el Estado considera aceptable o no, manifestado a través de la ley, se traspasa al actuar de las personas. Y cuando el Estado, por ley y por tantos años, ha institucionalizado que la voluntad de la mujer no vale lo mismo que la de un hombre, eso por supuesto que se traspasa a las conductas cotidianas o fortalece conductas que ya estaban ahí, validándolas.

Y en definitiva, esto lleva a todo un espectro de negaciones que derivan de ese menor reconocimiento de humanidad, desde la violencia física, psíquica, sexual, al femicidio, a las conductas supuestamente “graciosas” que invaden nuestro espacio personal (piropos, contacto físico no consentido), a la discriminación abierta y encubierta. Y lleva a que muchas de estas conductas sean minimizadas, normalizadas, incluso defendidas.

Cuando las mujeres nos organizamos para salir a la calle a exigir nuestros derechos – más aún, a exigir nuestro derecho a decidir por nosotras mismas si continuar o no un embarazo – todavía resulta tan distinto, tan “revolucionario”, que la reacción llega incluso a la violencia (¡al apuñalamiento de mujeres!). Y seguimos así: se nos intenta cuestionar nuestra voluntad, se intenta negarnos el derecho a decidir, se intenta silenciar nuestra voz. Se intenta seguir dejándonos claro que nuestra voluntad no vale lo mismo, y que salirse de esa norma tiene consecuencias.

Entonces, ¿somos las mujeres humanas? La triste conclusión, sin exageración alguna, es esta: por mucho que la ley haya evolucionado, falta un largo camino por andar para que podamos afirmar con convicción que, de verdad, de verdad, a las mujeres se nos reconoce como personas humanas.

Esta columna de opinión se publicó en La Tercera