Las nuevas variantes de la COVID-19 existen en parte debido a que las grandes farmacéuticas ponen los beneficios por encima de la vida

Por Shenilla Mohamed y Mark Dummett

La desigualdad y la injusticia mundiales rara vez se han mostrado con más crudeza que desde la aparición de la variante ómicron.

El 24 de noviembre, científicos sudafricanos notificaron la existencia de una nueva variante de la COVID-19 a la Organización Mundial de la Salud. Al día siguiente, el gobierno británico, al que seguirían otros muchos, fue el primero que introdujo restricciones de viaje para las personas procedentes de la región de África austral. Lo sorprendente es que no se impusieron restricciones de este tipo sobre los otros muchos países donde se habían notificado casos de ómicron, incluido el propio Reino Unido.

Después de que el mundo cerrara las puertas a Sudáfrica y a otros países del sur de África, se reveló que la nueva variante ya se había detectado en Europa occidental en muestras de pruebas el 19 de noviembre de 2021, es decir, una semana antes de que los científicos sudafricanos notificaran su existencia a la OMS. Sin embargo, esto no hizo que los gobiernos occidentales disminuyeran las restricciones que pesaban sobre los viajeros procedentes de África austral, y los de Europa y de Reino Unido siguieron pudiendo viajar libremente.

La noticia de la existencia de la variante ómicron, y su calificación de “preocupante” por la OMS, podían resultar desastrosas, al  indicar que la pandemia entraba en una nueva fase peligrosa, en especial para los países de bajos ingresos —principalmente en África— y con bajas tasas de vacunación. Mientras que en algunos países de ingresos altos ya se ha administrado la pauta completa de vacunación a casi el 90% de su población, en los países de bajos ingresos sólo algo más del 6% de la población ha recibido una sola dosis vacunal. La variante ómicron, muy contagiosa, podría empujar a estos países a la crisis: según la OMS, en África sólo está vacunada la cuarta parte del personal sanitario.

El presidente de Sudáfrica, Cyril Ramaphosa, en su discurso a la nación del 28 de noviembre, protestó por las prohibiciones de viaje impuestas al país, diciendo que era una decisión “sin fundamento científico” y “discriminatoria”. Ramaphosa afirmó que la decisión de prohibir los viajes adoptada por varios países era “una medida total y absolutamente injustificada contraria al compromiso de estos países planteado en la reunión de los países del G-20 el mes pasado en Roma”.

Además, afirmó que la aparición de la variante ómicron debe ser una llamada de atención al mundo para que no permita que la  desigualdad vacunal siga existiendo. Esto sucede cuando Sudáfrica estudia hacer obligatoria la vacunación, ante la lucha por convencer a su población para que se vacune. Menos del 30% de la población sudafricana está vacunada con pauta completa. Se espera que a finales de semana se tome una decisión sobre la política de vacunación obligatoria, que las empresas apoyan.

Es importante señalar que Amnistía Internacional no apoya las políticas de vacunación obligatoria general y cree que, tal como recomienda la OMS, los gobiernos deben centrarse en lograr la aceptación voluntaria de las vacunas, principalmente a través de campañas públicas de sensibilización.

La noticia de existencia de una nueva variante fue, sin embargo, buena para algunos, un golpe de suerte para los fabricantes occidentales de vacunas, pues parecía confirmar que en los próximos años estas empresas suministrarán dosis de refuerzo para combatir las nuevas variantes.

El valor de las acciones de Moderna subió un 34% en sólo cinco días. Su presidente, Stéphane Bancel, se apresuró a aprovecharlo, y vendió 10.000 acciones el 26 de noviembre, lo que le supuso unos ingresos de 3,19 millones de dólares. Durante este periodo, el valor de la participación global de Bancel en la empresa se incrementó en más de 800 millones de dólares, según informes del grupo de activismo Global Justice Now.

Algo similar ocurrió con los principales rivales de Moderna. Entre el 24 y el 29 de noviembre, el precio de las acciones del gigante farmacéutico estadounidense Pfizer creció un 7,4%, y el de las de su socia alemana, BioNTech, desarrolladora de su vacuna, un 18,9%.

Esta subida de su cotización bursátil refleja el hecho de que desde el principio de la pandemia las tres empresas han perseguido los beneficios, dando prioridad a las ventas a países de más ingresos.

Aunque Pfizer afirmó que su vacuna estaría “disponible para cualquier paciente, país y comunidad que busque acceder a ella”, sus palabras no se han correspondido con los hechos. La farmacéutica sigue realizando declaraciones engañosas y reserva el grueso de sus vacunas para los países más ricos, continúa negándose a participar en iniciativas de intercambio de tecnologías, como el centro de transferencia de tecnología para las vacunas de ARNm en Sudáfrica, y se ha opuesto firmemente a las iniciativas para levantar las restricciones impuestas por el derecho de propiedad intelectual, lo que permitiría a otros fabricantes acelerar la producción.

En consecuencia, Pfizer ha previsto que las ventas de su vacuna alcanzarán este año los 36 mil millones de dólares estadounidenses, convirtiéndola en la farmacéutica líder de ventas de 2021, según el Financial Times.

El desarrollo de la vacuna de Moderna sólo fue posible gracias a la ayuda de científicos gubernamentales estadounidenses y a un  enorme aporte económico. Sin embargo, aún más que Pfizer, la empresa ha distribuido abrumadoramente su vacuna entre países de ingresos medios y altos. Moderna ha previsto que en 2021 las ventas de sus vacunas llegarán a los 18 mil millones de dólares estadounidenses.

Pero esto no tenía por qué haber sido así. No era nada que no se hubiera podido evitar. Tanto Pfizer como Moderna tomaron decisiones comerciales claras.

Por el contrario, la empresa anglosueca AstraZeneca ha adoptado un enfoque sin ánimo de lucro para sus ventas de la vacuna desarrollada por la Universidad de Oxford y ha impulsado una distribución de dosis más equitativa en todo el mundo.

El planteamiento de AstraZeneca no es perfecto, ya que la empresa también bloquea el levantamiento temporal de las normas de propiedad intelectual. AstraZeneca puede y debe hacer más —como hacen otros fabricantes de vacunas— para garantizar la igualdad vacunal en todo el mundo y unirse a la petición de una exención de los ADPID a fin de reforzar la cadena de suministro.

Como han demostrado los acontecimientos de las últimas semanas y habían avisado numerosos activistas, nadie está a salvo hasta que todo el mundo lo esté. Es un hecho ineludible que en las poblaciones no vacunadas seguirán surgiendo nuevas variantes.

Esto es un peligro claro para la salud mundial y los derechos humanos, además de para la economía. Pero el hecho de que Pfizer, BioNTech y Moderna, que han contribuido a esta crisis, hayan sido recompensadas con subidas en el precio de sus acciones, mientras que las de AstraZeneca de hecho bajaron tras notificarse la variable ómicron, es un triste reflejo de la cortedad de miras con la que el mercado calcula el valor.

Hasta que las empresas farmacéuticas dejen de anteponer los beneficios a la vida, los países en desarrollo, entre los que se encuentran los del continente africano, seguirán siendo los más perjudicados por la pandemia de COVID-19 y sus consecuencias.

Shenilla Mohamed directora ejecutiva de Amnistía Internacional Sudáfrica y Mark Dummett es director del Programa sobre Asuntos Globales de Amnistía Internacional.