NO HAY EXCUSA PARA DAR LA ESPALDA A SIRIA

Assad loyalists shell two buildings in AleppoLlegué a Siria por primera vez hace ahora casi cuatro años. El levantamiento estaba en marcha y las fuerzas de seguridad habían disparado contra concentraciones de manifestantes pacíficos en la localidad meridional de Dera. Se estaban realizando detenciones masivas en las afueras de Damasco y en Homs, donde la gente se había echado a las calles en solidaridad con los habitantes de Dera y con reivindicaciones similares a las que se escuchaban por aquel entonces en todo Oriente Medio y el Norte de África: democracia, derechos humanos y el fin de la dictadura.

Pese a ello, conseguí llegar a Damasco con un visado de turista y alojarme en un hotel junto a nutridos grupos de viajeros franceses jubilados que venían a disfrutar de la belleza del centro histórico y a pasear por sus tradicionales mercados. No tenía que ponerme velo, pues la mayoría de las mujeres no lo llevaban, y nadie hacía mención a los “islamistas”.

Sin embargo, se respiraba tensión en la ciudad. Los famosos servicios secretos sirios, conocidos de forma genérica con el nombre de mukhabarat, eran omnipresentes, y se notaba la mirada inquisitiva de los agentes desde el momento en que se salía de la ruta turística. En cuanto llegó mi colega empezamos a concertar reuniones con defensores de derechos humanos, abogados y activistas para tratar de entender qué estaba ocurriendo en el país.

Sonreía cuando me daban instrucciones dignas de una película de espías: “Vengan a la parada del autobús […] Habrá un hombre de traje gris con un periódico enrollado en la mano […] No se acerquen; sigan andando. Él los alcanzará […] Monten en el taxi verde: es nuestro conductor […] Borren los números de su teléfono móvil […]”.

Eran muy cuidadosos, pero tenían un coraje excepcional y albergaban muchas esperanzas. Creían sinceramente que, en cuestión de meses, caería derrocado el despiadado y autoritario gobierno que regía los destinos de Siria desde hacía decenios, al igual que había ocurrido en Egipto y Túnez. Esperaban fervientemente construir un nuevo país, una nueva sociedad, basada en valores democráticos y en el Estado de derecho.

Además de los activistas veteranos y de quienes habían sufrido de primera mano la brutalidad del Estado, también era inspirador conocer a jóvenes, muchos de los cuales renunciaron a trabajos bien remunerados y a una posición relativamente acomodada para apoyar el levantamiento. Prestaban asistencia jurídica a las personas detenidas; compraban teléfonos móviles y cámaras para los manifestantes de Dera y los ayudaban a divulgar las imágenes filmadas de la represión ejercida por las fuerzas de seguridad; nos llevaban de un lado a otro y actuaban como intermediarios, pero se negaban a recibir un pago por sus servicios.

Al recordar estas cosas se me saltan las lágrimas. Todos, absolutamente todos los activistas y todas las personas que trabajaron con nosotros durante ese viaje han sido detenidos, han desaparecido, han muerto o han tenido que abandonar el país. Les hemos fallado. Hemos dado la espalda a Siria al permitir que el país se desgarre entre las fuerzas leales a Bachar al Asad y grupos radicales, sin dejar margen para una oposición que promovía reformas de derechos humanos y que empezaba a surgir de las sombras a principios de 2011.

Durante ese primer viaje por Damasco, sus alrededores, Homs y varias localidades costeras, empezamos a documentar los crímenes cometidos por las fuerzas de seguridad sirias: homicidios de manifestantes pacíficos, ejecución de detenidos, detenciones masivas arbitrarias y práctica endémica de la tortura. En aquella época apenas había periodistas extranjeros en Siria, y pensábamos que, si pudiésemos divulgar rápidamente esta sucesión desenfrenada de abusos, la comunidad internacional se movilizaría e intervendría antes de que la situación estuviese fuera de control.

En los meses siguientes, a medida que se recrudecía la represión, que comenzaba el flujo de refugiados hacia los países vecinos y que entrábamos en contacto con decenas de soldados y agentes que desertaban de las fuerzas armadas y de la mukhabarat sirias, recogimos abundantes indicios de que las violaciones de derechos humanos perpetradas por las fuerzas gubernamentales constituían crímenes de lesa humanidad, y señalamos a mandos militares y agentes concretos de los servicios de seguridad que daban órdenes directas para cometer tales actos o que tenían algún otro tipo de responsabilidad en ellos.

Todos los grandes medios de comunicación se hicieron eco de nuestras averiguaciones. Casi nadie que abriese un periódico, encendiese la televisión o la radio o navegase por Internet en aquella época podía esquivar esta información. En Washington, París, Londres, Ginebra, Moscú, Tokio y otras capitales de todo el mundo, mis colegas y yo pasamos horas hablando con las autoridades sobre la situación de Siria y sobre los peligros de no hacer nada. Yo personalmente me reuní con la mayoría de las delegaciones de los países en la sede de la ONU en Nueva York.

Todo diplomático, todo responsable de asuntos exteriores sabía lo que estaba pasando.

En 2012, el denominado Ejército Sirio Libre, formado por desertores de las fuerzas armadas y ciudadanos sirios de a pie que ya no creían en que fuese posible cambiar las cosas por medios pacíficos, tomaron control de partes de la frontera septentrional de Siria. Empezamos a documentar abusos cometidos por ambos bandos en lo que por entonces ya se había convertido en un conflicto armado en toda regla. Las fuerzas del gobierno destruyeron barrios con artillería y lanzaron operaciones de “barrido” en pueblos y ciudades, deteniendo, torturando y ejecutando a cientos de personas. La suerte o el paradero de muchas otras sigue sin conocerse a día de hoy. La oposición también cometió abusos en sus recién creados centros de detención, así como ejecuciones sumarias de personas de las que sospechaban que eran partidarias del gobierno.

Sin embargo, a mediados de 2012 aún no se veían hombres de barba larga con uniformes y bandanas negros en las calles de Idlib o Alepo. Decenas de periodistas pasaban al norte de Siria sin miedo a ser secuestrados por grupos islamistas radicales. Nuestros interlocutores del Ejército Libre Sirio, coroneles retirados o desertores, muchos de ellos adiestrados en la Unión Soviética, miraban con desdén cuando les preguntábamos por los grupúsculos de Jabhat al Nusra que en aquel momento empezaban a surgir en las montañas. “A esos salvajes no los queremos ver por aquí”, decían.

Todo cambió con los bombardeos aéreos. Recuerdo que, en agosto de 2012, nos escondimos en los sótanos de los edificios, junto con los habitantes de Alepo, horrorizados e incrédulos. Escuchamos el zumbido de los aviones al acercarse y más tarde el aterrador rugido de las bombas al caer. Después, cuando salimos a la superficie, edificios completos de viviendas estaban arrasados, las nubes de polvo formaban remolinos y se veían partes de cadáveres entre los restos de objetos domésticos esparcidos al azar. Nos apresuramos a fotografiar, filmar y entrevistar en medio del caos, una vez más con la esperanza improbable de que estas imágenes –prueba de los desalmados ataques del gobierno contra hospitales, panaderías, hogares; de esta matanza de su propio pueblo– fueran suficientes para que los líderes recordasen su promesa de “nunca más”.

No fueron suficientes. Y tampoco lo fueron los ataques con armas químicas, donde todos los indicios apuntaban a que eran obra de las fuerzas del gobierno. Bachar al Asad y sus fuerzas siguieron matando impunemente, amparados por el apoyo de sus benefactores rusos y por la absoluta falta de determinación de los miembros del Consejo de Seguridad.

Y luego ya fue demasiado tarde. Cuando regresamos a Siria más adelante aquel año, apenas reconocía los lugares familiares. Amplias zonas de Alepo y del campo estaban prácticamente en manos de Jabhat al Nusra primero, y después de un grupo armado que se hacía llamar el Estado Islámico. Tomaron el control del territorio, establecieron su dominio basándose en una interpretación radical de la ley islámica (sharia), organizaron flagelaciones, amputaciones y ejecuciones públicas, y secuestraron y mataron a periodistas extranjeros y a cooperantes. El Ejército Libre Sirio trató de contraatacar, pero con el tiempo acabó rindiéndose mayoritariamente ante una fuerza bien financiada que cada vez acumulaba más poder.

Durante mi último viaje, en 2013, me senté a tomar un té con un viejo amigo, Mazen, ingeniero agrícola de Idlib reconvertido a líder de las protestas. Antes alegre e imperturbable ante cualquier peligro, se ha resignado al ascenso de los grupos armados islamistas, y a todo lo que eso conlleva. Resumió elocuentemente la situación y me dio un consejo sencillo: “Esperamos, esperamos y esperamos a que Occidente prestase atención a lo que nos pasaba. Agitamos ramos de olivo y nos dispararon, y nadie dijo nada. Intentamos resistir, protegernos, y nos tildaron de terroristas. Ahora han muerto decenas de miles de personas, millones han huido, y sigue sin haber una reacción. ¿Qué mejor caldo de cultivo que éste para que viniesen los islamistas y tomasen el control? No tienen ni que molestarse en hacer propaganda: la gente cree sinceramente que son la única esperanza porque nadie más está dispuesto a ayudarnos a luchar contra el régimen. Y tú ya no puedes volver más. Te matarán y no podremos protegerte. Durante tres años seguidos mostraste al mundo lo que estaba pasando aquí. Y el mundo decidió mirar para otro lado”.

Me fui de Siria y no volví, en parte porque el riesgo de ser secuestrada por los combatientes del Estado Islámico se ha vuelto ingestionable, y en parte porque Mazen tenía razón: no veía que más podíamos hacer para acabar con el derramamiento de sangre. Todos los dirigentes del mundo sabían de sobra lo que estaba ocurriendo en Siria. Pero, para entonces, el mundo parecía unido en su determinación de aplastar al Estado Islámico, olvidándose convenientemente de que en algunas partes de Siria esta posición le ha hecho el juego a las fuerzas gubernamentales, cuyo historial de atrocidades es estremecedor.

No repetiré aquí todas las razones o excusas –estratégicas, geopolíticas, económicas, militares y de otra índole– que han impedido a los actores internacionales tomar medidas más decisivas sobre Siria. No las repetiré porque, a estas alturas, estoy convencida de que nada, absolutamente nada, puede justificar la inacción ante tales atrocidades. Me niego a aliviar la conciencia de quienes no sólo han permitido la masacre interminable de civiles, sino que han empujado a la región entera hacia el precipicio.