Uno de los países más pobres del mundo se enfrenta a una limpieza étnica a sus puertas

De Omar Waraich, Deputy South Asia Director Cox’s Bazar, Bangladesh,

Tal vez por ahora estén fuera de peligro, pero su calvario continúa. A lo largo de los dos últimos meses, más de 600.000 refugiados rohingyas han cruzado la frontera desde Myanmar, también conocido como Birmania, para buscar refugio en Bangladesh. Desde el genocidio de Ruanda no ha habido una crisis humanitaria que se haya extendido tan rápido y haya adquirido tales dimensiones. Si se cuentan los cientos de miles que ya estaban allí, tras haber huido de anteriores oleadas de violencia en el estado de Rajine, ya hay más de un millón de refugiados rohingyas en Bangladesh.

Al principio los recién llegados fueron bien acogidos. En todo Bangladesh hubo una avalancha de solidaridad con la minoría perseguida, cuyos miembros habían sido expulsados de sus hogares mediante una campaña atroz de torturas, violaciones, homicidios, incendios provocados y otras violaciones de derechos humanos. El gobierno de Bangladesh, cuya posición hacia los rohingyas era desde hacía tiempo ambivalente, los acogió. En una visita a los campos que realizó el mes pasado, la primera ministra Sheikh Hasina declaró que, si Bangladesh podía alimentar a 160 millones de personas, también podía alimentar a unos cientos de miles de refugiados rohingyas. Por todo el distrito de Cox’s Bazar, carteles que ensalzan a la primera ministra como “madre de la humanidad” la muestran consolando a niños refugiados.

Sin embargo, los ánimos están decayendo poco a poco, dando paso a la angustia. Los habitantes de Bangladesh son muy conscientes de que la crisis humanitaria ha mejorado su prestigio en el exterior, pero existe preocupación sobre cómo un país pobre y densamente poblado como el suyo podrá hacer frente a la situación. Con la mirada puesta en las elecciones del próximo año, empañadas por el temor de que la derecha religiosa se aproveche de la crisis, los ministros se quejan sistemáticamente de la insoportable carga de responsabilidad que se ven obligados a asumir. No hay señales de que los refugiados vayan a poder regresar pronto a sus hogares, y no existe ningún plan para cubrir sus necesidades a largo plazo.

Desde la perspectiva de los generales de Myanmar, han ejecutado con éxito un plan para librarse definitivamente de los rohingyas. Despojados de su ciudadanía y privados de reconocimiento como grupo étnico, los rohingyas han padecido durante mucho tiempo un arraigado sistema de discriminación. Los desgarradores testimonios de los dos últimos meses presentan un escalofriante paralelismo con los documentados a finales de la década de 1970, cuando 200.000 rohingyas fueron igualmente expulsados de sus pueblos en medio de una violencia frenética.

Entonces, a muchos bangladeshíes les resultó sencillo solidarizarse con los rohingyas ante su terrible situación. Los recuerdos de 1971, cuando el ejército paquistaní cometió violaciones de derechos humanos en gran escala y provocó la llegada de millones de refugiados a India, seguían muy presentes. Pero eso no disuadió al gobierno de su empeño en obligarlos a volver. “No permitiremos que los refugiados se acomoden tanto que no quieran volver a Myanmar”, dijo un ministro en aquel momento. A los seis meses, 10.000 refugiados habían muerto de hambre en los campos.

El deseo de ver el retorno de los refugiados a Myanmar parece dominar la postura actual del gobierno de Bangladesh. Se niega a reconocer la condición de refugiados a los rohingyas, por lo que éstos carecen de estatus jurídico, ni a un lado ni al otro de la frontera. Puede parecer una decisión trivial, pero tiene una trascendencia enorme, ya que impide a los organismos internacionales de ayuda humanitaria activar el apoyo que se necesita. También en contra de los deseos de la comunidad humanitaria, el gobierno está construyendo lo que podría convertirse en el campo más grande del mundo para personas refugiadas.

El campo de refugiados de Kutupalong, asignado a los refugiados rohingyas que vinieron aquí huyendo a principios de la década de 1990, ha sido ampliado en todas las direcciones. Con una extensión de 1.200 hectáreas sobre un terreno anteriormente forestal, albergará a más de un millón de personas. Hay planes en curso para convencer a los refugiados rohingyas llegados en oleadas anteriores de que abandonen sus viviendas improvisadas y se trasladen a las laberínticas colinas donde se les ha asignado alojamiento. No hay acceso directo por carretera; las provisiones deben entregarse a pie.

Las condiciones meteorológicas son opresivas. El calor sofocante sólo cesa para dar paso a lluvias monzónicas o fuertes rachas de viento. La comunidad humanitaria se estremece de miedo al pensar en el futuro del campo con la llegada inminente de la temporada de ciclones, y en otros peligros que se ciernen sobre él. Un incendio en una tienda o el brote de una enfermedad se extendería por todo el campo con una virulencia difícil de controlar. Médicos Sin Fronteras ha definido las condiciones del campo como “bomba de relojería”. El gobierno sigue planteándose la descabellada idea de trasladar a los refugiados rohingyas fuera del territorio continental, a dos islas de sedimento deshabitadas e inhabitables que prácticamente acaban de hacerse visibles. Mientras, bandas delictivas, tratantes de seres humanos, grupos armados y otras personas que se aprovechan de la miseria son una amenaza constante.

Todos los refugiados con los que hablé me dijeron que querían volver a casa, pero no antes de que se instalara la paz, o shanti. No será suficiente para que cese la violencia. El arraigado y cruel sistema de discriminación y segregación que fue la causa original de su extrema vulnerabilidad debe ser desarticulado; los rohingyas no pueden vivir temiendo que se produzca otra ola de violencia que los obligue de nuevo a cruzar la frontera, condenados a su trágica condición de gente indeseada a perpetuidad.

Para ello se debe obligar a las fuerzas armadas de Myanmar a rendir cuentas, y es preciso ayudar al gobierno de Bangladesh con su sobrecarga de responsabilidad. No es una crisis que vaya a desaparecer en breve y, si no hay una respuesta global decidida y a largo plazo, aún podría empeorar. La terrible situación de los rohingyas es una prueba: un momento que requiere de la comunidad internacional una demostración de que las palabras “nunca más” todavía significan algo.