Sofia recuerda la primera vez que experimentó la discriminación cuando la estigmatizaron en la escuela por su ropa, sus ideas o simplemente por haber nacido mujer. Sofia es de Santiago, Chile, y nos explica por qué esa experiencia la empujó a defender y promover los derechos sexuales y reproductivos y a empoderar a otros jóvenes para que tomen decisiones informadas con respecto a su cuerpo y su sexualidad.
Vivo en Santiago de Chile, un país relativamente estable a ojos del mundo, pero es difícil vivir aquí e intentar ser escuchado, sobre todo si eres joven, mujer y activista por los derechos humanos.
Nací en una familia sustentada por madre. Al nacer, mi madre decidió destinar gran parte de su sueldo en mi educación, ya que la buena educación, en Chile, no es gratuita. Durante nueve años crecí en un colegio religioso; si bien aprendí idiomas y ciencias, la violencia escolar y de género se vivían día a día.
Recuerdo que nos prohibían ciertas actividades consideradas masculinas, jugar fútbol o vestir pantalones, sin importar el frío; se regulaba constantemente la medida de nuestra falda, nuestro peso e higiene personal. Mis compañeros sufrían de igual forma, se limitaba constantemente su capacidad creativa, se les segregaba a las matemáticas y la fuerza bruta.
Armada de valor decidí cambiar de entorno y me mudé de un colegio católico a otro. Este último acomodado en un sector más céntrico de la ciudad, pero las realidades no eran muy distintas. Las segregaciones por género ya no eran tan notorias, pero ocurría algo peor: intentaban segregarnos de acuerdo a nuestras ideologías “políticas”. Desde que ingresé a esa escuela el profesorado me tildó como comunista por el simple hecho de creer en la igualdad y en la justicia, comenzaron a amenazar a mis compañeros y a alumnos más pequeños: “No se junten con ella, es mala influencia… si ustedes son buenos alumnos me harán caso”.
Así comenzó una segregación agotadora. Fui excluida de procesos de los electorales, todo con el fin de que no “iniciara la revolución”, ya que yo era (y sigo siendo) una activista de Amnistía Internacional, y eso es peligroso para una fundación que no enseña nada más que competencia a sus estudiantes.
Fue tal es hostigamiento que viví, que decidí optar por aprender en casa, no podía seguir soportando ese trato, ya no quería estudiar ni ir al colegio, los profesores me hacían llorar, y los alumnos temían reunirse conmigo. Yo estaba estigmatizada.
Más adelante descubrí el programa de Amnistía “Este es mi cuerpo”, que empodera a activistas jóvenes para que defiendan y promuevan los derecho sexuales y reproductivos a través de la educación en derechos humanos en Argentina, Chile y Perú. Cuando conocí el proyecto no pude evitar sentirme motivada para participar de este. Es difícil para un joven abrir los ojos y darse cuenta de los grandes cambios que podemos realizar por nuestra cuenta si nos lo proponemos, sobre todo si tenemos apoyo.
Fue excitante tener acceso al imaginario de que al fin mi voz y la de mis pares sería tan válida y escuchada como la de un adulto, que mis acciones generarían un impacto, que finalmente se abriría el espacio para tomar acciones y decisiones por mi cuenta.
No dudé en hacerme parte, porque finalmente, si yo no me hago cargo, nadie lo hará por mí. No es lo mismo hablar desde la mirada de un adulto que desde la de un joven o un niño, y eso es lo que muchas organizaciones no habían entendido hasta hoy. Creo que es necesario dar un real protagonismo a los jóvenes en la total amplitud de este proyecto, desde las bases hasta la ideación logística, porque es importante empoderarnos y educarnos. Tenemos la necesidad de compartir nuestros conocimientos por diferentes medios y con nuestros pares, ya que esa es y será la manera más efectiva de demostrarle a todos los jóvenes que somos capaces y que nuestra voz se escuche realmente.
Los jóvenes de Sudamérica nos hemos reunido para trabajar por los derechos humanos porque estamos intentando derribar las absurdas e históricas barreras culturales que nos han impuesto. Nosotros sabemos y somos capaces de reconocer nuestros propósitos en común y comprendemos que tenemos necesidades similares. Todos queremos un cambio, todos queremos vivir en un país y en un mundo más justo para nosotros y para todos, por lo que si tenemos eso claro, los países no son un obstáculo. A nosotros no nos importa de dónde provenimos sino adónde vamos.
Amamos a nuestros países de origen, por supuesto, y por lo mismo queremos convertirlos en un lugar mejor donde poder vivir y seguir desarrollándonos. Es difícil para mí intentar comprender cómo un niño o un joven pretende desarrollarse de manera integral si vive y crece en un sistema que no lo protege; esto es una cadena y la explicación a los grandes problemas sociales que se tienen hasta el día de hoy.
Además me preocupa un poco que, si bien día a día somos vulnerados en materia de derechos sexuales y reproductivos, también lo somos en un montón de otras cosas que finalmente imposibilitan nuestro óptimo desarrollo. ¿Cómo pretendemos que un joven luche por sus derechos en general si no tiene acceso a educación? ¿Cómo esperamos tener jóvenes empoderados en materia de derechos sexuales y reproductivos si este utiliza su tiempo en trabajar para ser un aporte a sus familias?
En mi país y en los de la red se viven estas y otras realidades aún más fuertes, pero es precisamente ahí donde se encuentra nuestro gran desafío, es ahí donde está nuestra lucha.
El programa quinquenal “Este es mi cuerpo”, financiado gracias a la campaña organizada por jóvenes noruegos “Operación: Un día de trabajo”, se desarrolla en Argentina, Chile y Perú con el propósito de promover los derechos sexuales y reproductivos de jóvenes activistas de entre 13 y 19 años a través de la educación en derechos humanos y el trabajo de campaña e incidencia.
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