Hace un año, realizando tareas de observación de las protestas contra el G-7 en Biarritz, pasé más de dos horas atrapado en un cordón policial bajo un sol abrasador. Al día siguiente estuve a punto de asfixiarme al respirar gas lacrimógeno en Bayona. Lo que viví en el suroeste de Francia formaba parte de una respuesta policial y judicial de mano dura a la protesta pacífica que está cada vez más extendida en Europa.
Desde cualquier punto de vista, 2019 fue un año caracterizado por las protestas. Movimientos multitudinarios recorrieron las calles de París, Londres, Bruselas y muchas ciudades más para reivindicar justicia social, económica y climática. En algunos países, como Francia, el Estado respondió con balas de goma y granadas de gas lacrimógeno, a menudo usadas de forma ilegítima contra manifestantes. Se aprobó legislación para multar, detener y procesar a personas sólo por expresar su opinión. Sin embargo, y a pesar de todas estas medidas, la gente que se manifestaba parecía sentirse cada vez más valiente para hacer oír su voz.
Con la llegada de la pandemia de COVID-19 fue necesario restringir muchos de los derechos que considerábamos garantizados, como el derecho a protestar. Sin embargo, un examen detenido por 2019 y 2020 permite identificar un hilo común muy preocupante. Las autoridades europeas no sólo reprimieron las protestas en 2019, sino que además utilizaron la pandemia en 2020 como cortina de humo para acallar la disidencia de forma sistemática.
En un informe que ha publicado hoy, Amnistía Internacional concluye que la prohibición general de las protestas tras declararse el confinamiento por COVID-19 en Francia fue desproporcionada y dio lugar a la imposición de cientos de multas injustificadas. Pero, desde que se levantaron las medidas de confinamiento en Francia, las restricciones de las protestas en Francia son una mera continuación del alarmante patrón de ataques a manifestantes pacíficos por parte de la policía y el sistema de justicia. Miles de manifestantes pacíficos se han visto afectados por las draconianas medidas contra manifestaciones aplicadas por las autoridades en Francia, que utilizan la ley como instrumento para multar, detener arbitrariamente y procesar a personas que no han cometido ningún acto violento y que, por lo demás, han respetado las medidas de salud pública.
Sólo en 2019, los tribunales franceses condenaron a más de 21.000 personas por delitos como desacato a funcionarios públicos y organización de una protesta sin cumplir los requisitos de notificación. Estas conductas nunca deberían estar penalizadas.
La represión no es exclusiva de Francia. Y tampoco usar la pandemia como carta blanca para reprimir manifestaciones.
En Reino Unido, la policía metropolitana impuso una prohibición general de las protestas organizadas por el movimiento Rebelión contra la Extinción en octubre de 2019, que el Tribunal Superior consideró desproporcionada más adelante. Cientos de personas que se manifestaban pacíficamente fueron detenidas y procesadas mientras estuvo en vigor la prohibición.
Activistas de Rebelión contra la Extinción también sufrieron una actuación policial de mano dura en Bruselas en octubre de 2019. La policía hizo uso ilegítimo de la fuerza, más de 500 manifestantes fueron arrestados y muchos más quedaron en detención administrativa.
En 2019 también hubo manifestantes pacíficos acorralados en cordones policiales, heridos y detenidos en Austria, España, Grecia y otros muchos países europeos.
La COVID-19 no sólo está alterando nuestras vidas, sino también el contexto en que las personas pueden expresar legítimamente sus opiniones discrepantes participando en acciones colectivas.
Combatir la pandemia puede ser una justificación legítima para restringir derechos humanos, incluido el derecho de reunión pacífica. En un contexto de confinamiento, cuando los comercios están cerrados y la libertad de circulación está restringida para frenar la propagación de una enfermedad altamente contagiosa, es razonable que los gobiernos limiten las reuniones, incluidas las protestas. Pero esto no puede dar carta blanca a los gobiernos para aprobar restricciones excesivas y desproporcionadas sin las evaluaciones y justificaciones necesarias.
Prohibir las protestas en general casi nunca está justificado, sobre todo cuando se han suavizado otras medidas de confinamiento que permiten las reuniones. En Francia, por ejemplo, el gobierno mantiene la prohibición de manifestaciones con más de 10 participantes mientras que permite mayores concentraciones de personas en el transporte público y en lugares abiertos al público. Es evidente que la intención del gobierno es silenciar a las personas que protestan, no proteger la salud pública. Como consecuencia, se ha multado a decenas de manifestantes.
Tribunales superiores de Alemania y Francia han tumbado prohibiciones generales parecidas al considerar que las autoridades habían actuado de forma ilegítima.
Este verano también se vieron actuaciones policiales de mano dura contra las protestas del movimiento Black Lives Matter en toda Europa; en Londres, la policía cargó con caballos contra los manifestantes y los acorraló en cordones policiales.
En Polonia, las autoridades encargadas de hacer cumplir la ley han aprovechado la excusa de la pandemia para multar a manifestantes incluso cuando estaban respetando las normas de salud pública, como llevar la mascarilla o guardar la distancia social.
Las autoridades europeas tienen un arsenal de armas a su disposición para reprimir las protestas. Las fuerzas policiales europeas suelen portar armas peligrosas, como balas de goma y granadas de gas lacrimógeno, y fiscalías y tribunales utilizan leyes ambiguas para acallar la disidencia pacífica.
Cosas como decir lo que uno piensa, cuestionar de manera crítica las decisiones del gobierno y protestar pacíficamente son imprescindibles para una sociedad libre y sana. Ofrecen una salida para expresar esperanza en el futuro y reivindicar un mundo mejor.
Nadie debería sufrir un trato brutal o intimidatorio para que desista de protestar.
Antes de la pandemia, las detenciones y enjuiciamientos de manifestantes pacíficos tenían un efecto disuasorio en muchos activistas. Mientras persista la COVID-19, el peligro está en que muchos países europeos seguirán aprovechando la excusa de la pandemia para mermar derechos y reprimir la disidencia.