Solidaridad y exilio, una historia para no olvidar
Por Rodrigo Bustos, director ejecutivo de Amnistía Internacional Chile
En 1994 el Congreso Nacional instauró el 18 de agosto como el Día de la Solidaridad, en honor a la labor del Padre Alberto Hurtado. Un día que debiera resaltar lo ‘solidario’, entendido como el acto de colaboración, ayuda y apoyo entre personas en todos los sentidos. Algo que, en gran medida, se pudo apreciar durante la dictadura de Pinochet ante el exilio de miles de cientos de personas y sus familiares y los países que los recibieron.
El exilio es una violación de varios derechos humanos, probablemente una de las más invisibilizada y minimizada. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos define exilio como la expulsión de personas nacionales como un acto impuesto al sujeto por la fuerza y constituye, por tanto, una violación del derecho a residencia y tránsito establecido. Entre los derechos vulnerados, además de la libre circulación y residencia, están la protección de la familia, el trabajo, la salud y la identidad.
La protección a las personas exiliadas está enmarcada en la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951 y otros instrumentos internacionales. Entre ellos, la Declaración Universal de Derechos Humanos, de cuya adopción se conmemoran 75 años este 2023, que establece el derecho a la libre circulación, reconocido en el artículo 13 en los siguientes términos: “1. Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado; y, 2. Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso el propio, y a regresar a su país”.
De acuerdo a cifras de la Oficina Nacional de Retorno (ONR), el Servicio Universitario Mundial y el Comité Intergubernamental para las Migraciones (CIM), durante la dictadura las y los exiliados políticos fueron al menos 200 mil personas dispersas en más de 70 países. La Vicaría de la Solidaridad calculó que alrededor de 260 mil personas habían sido obligadas a vivir fuera del país por razones políticas.
El exilio en Chile afectó directamente tanto a las personas exiliadas como a sus hijas e hijos. De hecho, miles de niños y niñas crecieron en otras tierras de manera obligada, sin tener claro cuál era realmente su país y cuyas familias tenían prohibido regresar a su país.
Se trató de una práctica llevada adelante por la Junta de Gobierno pero que encontró respaldo en el Poder Judicial. De hecho, todos los recursos de amparo interpuestos en favor de personas exiliadas fueron rechazados.
En el marco de la conmemoración de los 50 años del Golpe de Estado es fundamental que esas experiencias y violaciones de derechos humanos se conozcan y no se minimicen. Hay quienes han llegado a hablar de un “exilio dorado”, de “becas Pinochet” o que incluso habrían deseado ser exiliadas para vivir en otro país porque eso “dio roce”. Todo ello como si se tratara de algún tipo de beneficio, pero claramente no lo fue ni lo es.
A ello se une que el régimen dictatorial buscó mostrar el exilio como sinónimo de libertad y muchos medios reprodujeron el discurso mediante noticias y titulares que señalaban que se permitía que prisioneros políticos quedaran libres, cuando en realidad estaban siendo expulsados del país.
Sin embargo, no podemos ignorar que estas personas, de un día para otro y dejando todo atrás, tuvieron que asentarse en un lugar extraño, lejos de parientes, seres queridos y redes de apoyo, a veces sin siquiera hablar el idioma y en algunos casos sufriendo discriminación.
Para mirar adelante y avanzar hacia una cultura respetuosa de los derechos humanos, debemos ser claros en que la práctica generalizada del exilio durante la dictadura es inaceptable y debe ser condenada sin medias tintas. Ello ayudará, junto a otras acciones, a avanzar hacia el Nunca Más.