Cada año, quinientas mil mujeres mueren por complicaciones derivadas del embarazo y el parto, el 95 por ciento en países en desarrollo. Casi todas podrían haberse salvado con la atención médica adecuada.
Mueren en medio de terribles dolores en sus casas, intentando llegar al centro de salud, o en un hospital al que llegaron demasiado tarde, o donde no recibieron a tiempo el tratamiento que necesitaban.
Estas muertes son reflejo del ciclo de abusos contra los derechos humanos que define y perpetúa la pobreza: privaciones, exclusión, inseguridad y falta de voz. Las mujeres mueren debido a la pobreza, la injusticia y la ausencia de poder en sus relaciones de pareja, en sus familias y en sus comunidades.
Más de un millón de niños y niñas quedan huérfanos de madre cada año. Cuando una mujer muere, su familia se empobrece aún más.
El coste de los servicios de salud y del transporte, o el mal estado de las carreteras, a menudo impiden a las mujeres y niñas pobres obtener la asistencia que requieren, especialmente en zonas rurales.
Los Estados deben garantizar que ninguna mujer fallece por no poder pagar la atención médica. La discriminación y la falta de atención por parte de los Gobiernos e instituciones constituyen una violación a gran escala del derecho de las mujeres a la vida y a la salud. Esta discriminación se reproduce en el ámbito familiar. Muchas mujeres y niñas son obligadas a contraer matrimonios en los que son tratadas como criadas y prisioneras en sus hogares. Por otra parte, doscientos millones de mujeres no tienen acceso a métodos anticonceptivos o a información para controlar su fertilidad. Se les niega el control de su propio cuerpo. Una de cada tres muertes podría evitarse si las mujeres pudieran decidir si quieren tener hijos y cuándo tenerlos.