A las once de la mañana del 28 de abril, residentes y personal cuidador del centro de mayores de Surrey Hills (Reino Unido) guardaron silencio en homenaje a Larni Zuniga, que había muerto cuatro días antes víctima de la COVID-19.
Definido por sus colegas como “un enfermero muy querido” cuya dedicación y compasión eran “inigualables”, Larni, de 54 años, había llegado de Filipinas 12 años antes y acababa de obtener la nacionalidad británica. Tras años de espera, su esposa había recibido al fin los documentos para reunirse con él. Iba a trasladarse en junio; pero la COVID-19 llegó antes que ella.
Esta e incontables tragedias más están poniendo al descubierto no sólo el sufrimiento enorme que puede causar la COVID-19, sino también lo torcidos que están los pilares de nuestra sociedad, donde las personas que desempeñan trabajos esenciales —atender a niños y niñas y a las personas mayores, construir carreteras, repartir comida, recolectar fruta y reponer existencias— son invariablemente las peor remuneradas y, muy frecuentemente, tienen antecedentes migratorios. Estas personas no tienen el privilegio de trabajar desde casa y, como consecuencia, están más expuestas al virus.
Deberíamos tenerlo presente cuando nos comprometemos a no dejar a nadie atrás. Las personas migrantes —incluidas personas sin hogar, mujeres y menores en entornos familiares donde hay abusos, personas detenidas y otras— corren mayores riesgos en esta crisis. Al mostrar lo mucho que nuestra sociedad depende de estos trabajos “poco cualificados”, en gran medida desempeñados por migrantes, esta crisis debería impulsarnos a reconsiderar cómo queremos regular la movilidad cuando se suavicen las restricciones.
La COVID-19 ha paralizado nuestros movimientos durante varias semanas, pero sólo con el tiempo sabremos si influirá a largo plazo en los patrones de migración hacia y dentro de Europa. Si las restricciones continúan en vigor mucho tiempo y las tasas de desempleo aumentan drásticamente, podemos esperar que disminuya la circulación. Sin embargo, no es probable que los principales motivos de la migración —la desigualdad absoluta y la aspiración del ser humano a mejorar sus condiciones— desaparezcan a corto plazo. Y la segmentación del mercado laboral implica que incluso una Europa menos próspera seguirá sufriendo escasez de mano de obra.
Vean, por ejemplo, cómo la temporada de cosecha ha comenzado con falta de personal recolector en los campos porque los temporeros y temporeras de Europa Oriental no tienen permitido desplazarse. Como consecuencia, estas personas están atrapadas sin ingresos en países con una red de seguridad social más endeble. Pero además, la situación ha llevado a las empresas agrícolas a suplicar a sus gobiernos que regulen a las personas migrantes indocumentadas en sus territorios. La regularización puede significar un respiro momentáneo, pero van a hacer falta soluciones sistémicas a largo plazo. Si queremos que las personas circulen por rutas seguras y regulares, y no de manera irregular, debemos garantizar la existencia de esas rutas.
En general, el hecho de que los gobiernos sólo se acuerden de las personas migrantes cuando las necesitan demuestra una vergonzosa falta de empatía hacia las personas especialmente expuestas en esta pandemia. Regular temporalmente su situación, como mínimo, es necesario principalmente para que puedan acceder a asistencia básica sin miedo.
La misma falta de empatía se observa en las fronteras de Europa, donde hay miles de personas atrapadas en condiciones implacablemente atroces, por cortesía de las políticas de contención de Europa.
Imaginen que están entre las 34.000 personas solicitantes de asilo —que incluyen personas mayores, mujeres embarazadas, niños y niñas— confinadas en los campos de las islas griegas, con capacidad sólo para 6.000. Evidentemente, las autoridades griegas deberían trasladar solicitantes de asilo a territorio continental, y otros países de la UE deberían ofrecer plazas de reubicación. Es positivo que se esté trasladando a algunos menores no acompañados a otros Estados de la UE, pero es una medida muy superficial.
O imaginen que están entre las personas que la guardia costera libia, con el apoyo de la UE, ha devuelto a Libia, un país devastado por el conflicto. Aunque tuvieran la suerte de no ir a un centro de detención, donde la reclusión arbitraria es la norma y la tortura es muy probable, seguirían en peligro de contraer COVID-19 en un país donde los hospitales, mal equipados, suelen ser objeto de ataques.
Lo cierto es que la COVID-19 no sólo está complicando las circunstancias ya dramáticas de las personas refugiadas y migrantes, sino que además está dando a gobiernos sin escrúpulos la oportunidad de elevar aun más las murallas de la Fortaleza Europa. Italia y Malta han restablecido su política de “puertos cerrados”, abandonando en la práctica a la gente en el mar; incluso se acusa a Malta de haber creado una flota clandestina de barcos pesqueros para llevar a cabo devoluciones sumarias a Libia. Austria, Chipre y Hungría han restringido el acceso al asilo. Bosnia ha confinado a miles en un campo en condiciones atroces. Y la lista continúa.
En estos momentos, la UE debería ofrecer ayuda humanitaria a las personas atrapadas en países menos capacitados para afrontar la crisis, no más lanchas motoras para contenerlas allí. Debería crear las condiciones necesarias para que las personas refugiadas puedan ser reasentadas y reubicadas en Europa en lugar de impedir su entrada a toda costa. Y debería empezar a construir sistemas de regulación de la migración y el asilo que sean efectivos y humanos, sistemas capaces de responder a las obligaciones internacionales y a las necesidades del mercado laboral, pero también a nuestra responsabilidad común de usar todos los instrumentos disponibles, incluida la movilidad, para abordar la pobreza y la desigualdad.
En medio de las dificultades se nos presentan oportunidades para aprender de la dedicación y la compasión que hicieron que Larni Zuniga, un hombre que vino desde muy lejos para cuidarnos, fuera tan apreciado por sus amistades.