Tamaryn Nelson, asesora de salud de Amnistía Internacional
Si mi madre hubiera estado viviendo conmigo en Estados Unidos, probablemente habría recibido la vacuna de Pfizer o de Moderna a principios de enero. Pero mi madre, que tiene 81 años, vive en Brasil, el segundo país del mundo con mayor número de personas fallecidas por COVID-19. Tiene diabetes severa, está socialmente aislada y su salud se está deteriorando poco a poco.
Como otros muchos países que se han quedado sin un suministro adecuado de vacunas contra la COVID-19, Brasil no emprendió la campaña de inmunización hasta el 17 de enero con un limitado cargamento de vacunas de Sinovac y AstraZeneca, que se está gastando a toda velocidad.
A pesar de la postura contraria a la vacunación del presidente Bolsonaro, Brasil es uno de los pocos países que obtuvo la transferencia de tecnología y está preparado para la fabricación masiva de las vacunas de AstraZeneca y Sinovac. Pero los laboratorios brasileños no han recibido hasta esta semana el ingrediente activo necesario para fabricarlas y empezar a producir los cientos de millones de dosis que necesita el país.
Mientras, el tiempo corre y la situación es pésima. En enero, Brasil sufrió el mayor repunte de casos de COVID-19, con casi 90.000 positivos detectados en un solo día. Para empeorar las cosas, la nueva cepa localizada en Brasil es aparentemente más contagiosa y puede estar causando una oleada de reinfecciones en ciertas regiones.
Brasil no es el único país que se encuentra en esta difícil situación. Ante las nuevas cepas de COVID-19 que han surgido también en Sudáfrica y Reino Unido, la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha reiterado que ahora es más importante si cabe reducir la circulación del virus y vacunar a los grupos de alto riesgo en todas partes para no tener que “volver a la casilla de salida”.
Mientras que unos países prevén haber vacunado a toda la población de mayor riesgo antes del fin de febrero, otros se enfrentan a contratiempos debido a que los fabricantes no están suministrando las cantidades acordadas. Alrededor de 130 países, cuyas poblaciones suman 2.500 millones de personas, aún no han administrado una sola dosis de vacuna. El propio anuncio de la OMS sobre sus previsiones de inmunizar al 27% de la población de los países con menos ingresos en 2021 a través de su iniciativa de vacunación fue cuidadosamente matizado con la siguiente salvedad: “si se cumplen nuestras previsiones, y ése es un gran interrogante”.
Es evidente que la demanda superará con creces el suministro en un futuro próximo y la única forma de combatir este virus es incrementar la producción de vacunas para garantizar que todos los países disponen de dosis suficientes. La buena noticia es que hay dos soluciones sobre la mesa que ya podrían hacerlo posible.
Los gobiernos deben apoyar la propuesta de exención de ciertas disposiciones del Acuerdo sobre los ADPIC (acuerdo internacional que regula los derechos de propiedad intelectual relacionados con el comercio) que suelen restringir quién o qué produce los medicamentos y dónde, cómo y cuándo se producen. Tales restricciones son problemáticas en la mejor de las situaciones porque limitan artificialmente el suministro, y no digamos ya en medio de una pandemia. Aunque esta exención no sea una varita mágica que por sí sola hará que aumente el suministro y se reduzcan los costes de las vacunas de la COVID-19, puede levantar la aplicación de las patentes, por ejemplo, que es uno de los impedimentos para que más fabricantes puedan producir vacunas contra la COVID-19.
Aunque se suspendan ciertos derechos de propiedad intelectual, los centros de fabricación siguen necesitando datos, materias primas y transferencia de tecnología para poner en marcha el proceso. Y aquí es donde podría cumplir una función primordial el Acceso Mancomunado a Tecnología contra la COVID-19 (C-TAP) de la OMS. El C-TAP, como centro único donde las empresas compartirían datos, conocimientos y material biológico, podría facilitar licencias y transferencia de tecnología a otros fabricantes.
Por desgracia, seguimos esperando a que gobiernos y empresas se sumen a ambas iniciativas.
A pesar del apoyo de muchos países, Estados Unidos y la Unión Europea, donde tienen su sede las principales empresas farmacéuticas, han bloqueado la propuesta de exención de los ADPIC ante la OMC. Aunque 40 Estados han expresado su apoyo al C-TAP, los países con grandes industrias farmacéuticas siguen guardando silencio, entre ellos Alemania, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Suiza. Y, más importante aún, ni una sola empresa se ha unido al C-TAP hasta la fecha, a pesar de que tienen la responsabilidad en materia de derechos humanos de garantizar el acceso del mayor número posible de personas a los medicamentos.
Ninguna de estas ideas es nueva. Cuando el mundo se enfrentó a una situación parecida aunque a una escala muy interior, el Banco de Patentes de Medicamentos (Medicines Patent Pool, MPP), respaldado por la ONU, facilitó la producción de 9.590 millones de dosis de medicamentos genéricos para varias enfermedades, que se ha traducido en 38,75 millones de pacientes tratados por año desde 2012. ¿Cuántas vidas podríamos salvar ahora, si pudiéramos hacer lo mismo con las vacunas de la COVID-19?
Hace exactamente un año tenía previsto traer a mi madre a un centro de vida asistida en Estados Unidos para que pudiera recibir los cuidados que necesitaba. Entonces vino la pandemia de COVID-19 y nuestros planes quedaron indefinidamente aplazados. Pero mi madre no está sola en esta historia. Millones de personas aguardan su vacuna igual que ella en circunstancias muy difíciles, y cada día cuenta.
Es hora de que las empresas farmacéuticas cumplan sus obligaciones en materia de derechos humanos; por eso, Amnistía Internacional está haciendo campaña para que empresas como AstraZeneca, Pfizer-BioNTech y Moderna compartan sus conocimientos y tecnología, y así la población del mundo entero reciba la vacuna que merece.
Cuando está a punto de cumplirse el primer aniversario de la pandemia de COVID-19, no podemos quedarnos mirando cómo se extiende cuando hay multitud de soluciones sobre la mesa. En plena carrera de los gobiernos para vacunar ante todo a sus poblaciones, y con la industria farmacéutica aferrándose como puede a sus patentes, olvidamos que hay vidas en juego: las de nuestros abuelos y abuelas, padres y madres, hermanos y hermanas, amigos y amigas. En mi caso, es la vida de mi madre.
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