Hay momentos en la vida que se quedan grabados para siempre en la memoria. Todo el mundo recuerda dónde estaba cuando se enteró de la muerte de su estrella de rock favorita, o lo que sintió ante el nacimiento de un hijo o una hija. En mi caso, el 6 de junio y el 5 de julio de 2017 son dos fechas que siempre estarán en mi recuerdo. En ellas supe que mis amigos y amigas, colegas, defensores y defensoras de los derechos humanos, habían sido detenidos por la policía turca.
El 6 de junio de 2017 me encontraba en Estambul por motivos de trabajo, entrevistándome con periodistas y abogados en vísperas del juicio de dos escritores. Había pasado casi un año desde el frustrado y sangriento golpe militar de 2016. El gobierno turco había respondido con una arrolladora represión de cualquier clase de disidencia, represión que seguía incrementándose. Yo estaba con el director de un pequeño periódico cuando me enteré de que mi colega Taner Kılıç había sido detenido. Nunca olvidaré la desazón que sentí en esos primeros momentos. Tratar de encontrarle sentido a algo absurdo siempre es difícil. Aunque sabía que había una campaña de represión, no estaba preparada para lo que sentí cuando supe que había alcanzado a alguien a quien yo conocía.
¿Cómo podía estarle pasando eso a Taner, un cordial y afable abogado de Esmirna que era nuestro presidente en Turquía desde 2014 y que llevaba con Amnistía desde los comienzos de la organización en el país? Resultaba imposible reconocer al Taner que conocíamos en la persona que describían los periódicos progubernamentales, con grandes titulares que hablaban de la Organización Terrorista Fethullahista. Durante esos primeros días, ninguna de las personas que conocíamos a Taner hubiéramos podido imaginar que lo enviarían a la cárcel y que pasaría allí más de 14 meses. Sin duda se trataba de un terrible error que sería rectificado lo antes posible. No sabíamos que las cosas iban a empeorar.
Hacia las 8 de la noche del 5 de julio vi varias llamadas perdidas en mi móvil. Eran de un colega en Turquía. Al devolver la llamada me enteré de que la directora de Amnistía Turquía, Idil Eser, y otras nueve personas habían sido arrestadas cuando asistían a un taller en la isla de Büyükada y estaban detenidas. Mi amiga y hermana Ozlem era una de ellas. Nunca olvidaré las horas que siguieron, en las que llamé frenéticamente a toda persona que se me ocurrió que podía intentar averiguar dónde estaban y lo que ocurría. ¿Cómo podían arrestar a alguien por asistir a un taller sobre derechos humanos? No tenía sentido.
En los días y semanas siguientes, los medios de comunicación turcos continuaron con sus titulares incendiarios sobre nuestros amigos y amigas, publicando fragmentos de debates que presuntamente se habían mantenido en el seminario, que, según decían, había sido “una reunión secreta para planear el derrocamiento del gobierno”… ¡… celebrada en la sala acristalada de un hotel con la puerta dando a la piscina! No tenía sentido. Y sigue sin tenerlo dos años y medio después.
Esta semana estaré en Estambul cuando se dicte sentencia en el caso de Taner y los 10 de Büyükada. Si son declarados culpables de “pertenencia a una organización terrorista”, podrían ser condenados hasta a 15 años de cárcel.
En la última vista, en noviembre, yo estaba en la sala cuando el fiscal del Estado solicitó que Taner y cinco de los 10 de Büyükada —Idil, Ozlem, Gunal, Nejat y Veli— fueran declarados culpables, y enumeró esas absurdas acusaciones iniciales que las pruebas presentadas por la defensa habían desmontado. Como la de que Taner tenía en su teléfono la aplicación de mensajería segura ByLock. Desde el intento de golpe, las autoridades han utilizado la misma acusación contra decenas de miles de personas para intentar demostrar su pertenencia a una organización terrorista armada. En el caso de Taner, los propios informes de la fiscalía al tribunal demostraron que se trataba de una acusación infundada.
De hecho, después de 10 sesiones del juicio, se ha demostrado, una por una, que todas las acusaciones contra ellos carecen totalmente de base. ¿Cómo es posible que la fiscalía siga pidiendo que nuestros colegas, amigos y amigas sean declarados culpables?
Y no es el único caso en que se da esta situación, que es emblemática, por muchos motivos, de la ola de represión que azota Turquía. El martes está previsto que se dicte otra sentencia histórica en la causa que se sigue contra Osman Kavala y otras 15 personas acusadas de conspirar para derrocar al gobierno. Pese a no haber presentado ni la más mínima prueba que respalde su acusación, la fiscalía ha pedido cadena perpetua para ellos.
He estado en esa sala asistiendo al juicio desde que comenzó. En cada una de las sesiones, lo absurdo de las acusaciones y la total falta de pruebas de que se haya cometido ningún delito —y menos de terrorismo— hizo que las personas presentes creyéramos estar viviendo una situación propia de un relato dantesco.
Cuando la semana que viene me dirija hacia la sala del tribunal en Estambul, sabré que sólo hay una sentencia justa. Taner, Ozlem, Idil, Nala, Seyhmus, Ilknur, Ali, Peter, Veli, Gunal y Nejat: todos deben ser absueltos. Para los defensores y defensoras de los derechos humanos, para nuestros amigos y amigas, para los derechos humanos en Turquía, es la única manera de acabar con esta larga historia.