Por Duncan Tucker, jefe de presa para las Américas de Amnistía Internacional
Las pandillas de El Salvador sólo han causado sufrimiento a la población. Desde hace 30 años, la gente vive con miedo a sufrir extorsiones, secuestros, violaciones o asesinatos a manos de miembros de MS-13 o Barrio 18, grupos rivales fundados en Los Ángeles que más tarde se exportaron a El Salvador a través de deportaciones en masa.
No es sorprendente, por tanto, que la “guerra contra las pandillas” del presidente Nayib Bukele haya resultado tan popular. Las autoridades han encarcelado a más de 50.000 presuntos miembros de pandillas desde que declaró el régimen de excepción para responder a una oleada de homicidios relacionados con las pandillas a finales de marzo y la tasa de asesinatos ha disminuido drásticamente, aunque las cifras oficiales no incluyen a las personas que han muerto a manos de las fuerzas de seguridad y recientemente Reuters destapó discrepancias en relación con el número de cadáveres recuperados de fosas comunes.
Pero la seguridad pública no debe lograrse a costa de violaciones masivas de derechos humanos. Tal como ha documentado Amnistía Internacional, las autoridades han desmantelado la independencia judicial, han cometido actos de tortura y han llevado a cabo miles de detenciones arbitrarias y violaciones del debido proceso. Mientras tanto, al menos 73 personas detenidas han muerto bajo custodia del Estado.
Con más del 1% de su población entre rejas —en algunos casos sólo por apariencia “sospechosa” o “nerviosa”—, El Salvador ha superado a Estados Unidos como país que tiene la tasa de encarcelamiento más alta del mundo. Esta no es la respuesta a un problema complejo que obedece a causas socioeconómicas profundamente arraigadas.
La estrategia de seguridad del presidente Bukele tampoco es tan innovadora o sostenible como ha hecho creer a la gente. El régimen de excepción, ya en su sexto mes, guarda una gran semejanza con las campañas represivas de “mano dura” de gobiernos anteriores, en 2003 y 2004, que dieron lugar una disminución inicial de los homicidios seguida de un fuerte incremento de 2004 a 2006.
Una diferencia importante es que, aunque los jueces pusieron en libertad rápidamente a muchas personas detenidas injustamente durante las operaciones del pasado, el gobierno actual ha tomado el control de la judicatura, lo que le permite implementar su estrategia de detenciones arbitrarias y encarcelamientos ilegales masivos sin las trabas que suponen los controles y contrapesos.
En vez de aniquilar los derechos humanos y la independencia judicial, las autoridades deben abordar las persistentes desigualdades que permiten que niños y niñas de las comunidades más marginadas de El Salvador sean vulnerables al reclutamiento de las pandillas.
José Miguel Rodríguez, exmiembro de MS-13, me dijo a este respecto: “Las medidas de represión no cambian al pandillero”. Rodríguez cree que habría menos probabilidades de que las personas de vecindarios pobres se incorporasen a las pandillas si tuvieran auténticas oportunidades educativas y de empleo. Asimismo, los miembros de más edad de las pandillas estarían más dispuestos a retirarse si no les resultara prácticamente imposible encontrar un empleo digno o evitar el acoso constante de la policía.
La mayoría de los intentos de abordar el problema de las pandillas en El Salvador mediante la rehabilitación y la reintegración social se han limitado a los modestos esfuerzos de un puñado de iglesias evangélicas, pero incluso estas iniciativas se han vuelto insostenibles debido a la actual campaña represiva. Un pastor, que pidió que no se revelara su nombre por temor a represalias, me dijo que el régimen de excepción ha anulado años de trabajo, y que las autoridades detuvieron a todos los exmiembros de pandillas que realizaban rehabilitación en su iglesia, junto con muchos que la habían efectuado previamente y habían logrado reintegrarse en la sociedad.
En otro caso, la esposa de un exmiembro de MS-13, originario de Honduras, dijo a Amnistía Internacional que dejó el grupo en 2018 tras cumplir una pena de prisión por robo en California. Deportado a su país de origen ese año, se trasladó a El Salvador, donde trabajó en centros de llamadas para mantener a su esposa y a los hijos de la pareja. El 30 de marzo, la policía irrumpió en su vivienda en busca de drogas o armas. No encontró ninguna de estas cosas, pero lo detuvieron al confirmar que tenía tatuajes de pandilla.
Su esposa compartió con Amnistía Internacional los historiales policial y laboral, que confirman que no existían cargos anteriores ni actuales en su contra en El Salvador a fecha julio de 2021 y probaban que había trabajado en centros de llamadas desde 2019 hasta 2022. A pesar de que mostró estos documentos a la policía, dice que quedó detenido en espera de juicio por presunta pertenencia a un grupo ilegal, junto con cientos de acusados más, tras una de las audiencias masivas opacas que se han convertido en la norma en las últimas semanas.
El presidente Bukele, que jocosamente dice que es “el dictador más cool del mundo”, ha intentado moldear la percepción pública de sus políticas limitando el acceso a la información y estigmatizando a periodistas críticos, lo que ha obligado a algunas a exiliarse. Ha atacado reiteradamente a Juan Martínez, periodista y antropólogo especializado en información sobre las pandillas, a quien llamó “basura” en Twitter en abril, lo que desencadenó un torrente de amenazas y ataques de sus fervientes seguidores en las redes sociales y de un sector de altos cargos gubernamentales.
Martínez, que se vio obligado a abandonar El Salvador, me dijo que las autoridades intentan desacreditar a toda persona que suponga una amenaza para los relatos cuidadosamente elaborados del gobierno. En esta situación se hallan sus hermanos Óscar y Carlos, que recientemente publicaron en el medio digital El Faro datos inquietantes según los cuales el fracaso de un pacto secreto del gobierno con el MS-13 estuvo detrás del estallido de violencia de marzo y la ulterior “guerra contra las pandillas”.
Se ha usado el programa espía Pegasus contra muchos periodistas, y el gobierno aprobó recientemente una ley de redacción imprecisa que permite imponer condenas de 15 años de prisión a quienes “reproduzcan y transmitan mensajes o comunicados originados o presuntamente originados” por las pandillas, si esos mensajes “pudieren generar zozobra y pánico”.
Otro periodista local que trabaja en el tema de las pandillas me dijo que había advertido que unos hombres lo fotografiaron, siguieron su automóvil y vigilaron su domicilio el año pasado, algo que nunca le había ocurrido con gobiernos anteriores. Teme ser criminalizado en virtud de la nueva ley sobre pandillas y le preocupa que los ataques verbales del presidente puedan promover la violencia física contra periodistas. También ha pensado en la posibilidad de salir del país pero no quiere desarraigarse ni abandonar a su familia.
El Salvador no debe continuar por este camino de desprecio de los de derechos humanos.
La única manera de proteger a la población y hacer justicia a las víctimas de las pandillas es garantizar investigaciones sólidas, el debido proceso y juicios justos, y al mismo tiempo hacer frente a las causas fundamentales de la delincuencia violenta y se facilitan la rehabilitación y la reintegración social.
El presidente Bukele debe cambiar de rumbo inmediatamente.
Columna publicada originalmente en El País.