De Duncan Tucker, Americas Media Manager at Amnesty International
Marina, campesina de 50 años y defensora de los derechos humanos de la región montañosa del Catatumbo, en Colombia, nunca ha conocido la paz. Esta zona fértil, aunque remota, cercana a la frontera con Venezuela, cuyo paisaje está salpicado del color verde claro de las plantaciones de coca, ha sufrido décadas de conflicto entre el ejército, los paramilitares y diversos grupos guerrilleros, dos de los cuales acabaron con la vida del hermano y el padre de Marina cuando ella era niña.
Actualmente, como muchos campesinos y campesinas locales, no tiene más opción que cultivar coca —cultivo de uso ilícito para fabricar cocaína— en el escarpado terreno donde también cultiva perejil y cúrcuma y cría pollos, cerdos y conejos. Las escaramuzas entre las guerrillas y los soldados acampados cerca de su granja en lo alto de la montaña son frecuentes, y a veces la obligan a huir con su esposo, su hijo y sus nietos al oír los disparos bajo una lluvia de proyectiles.
“Todos los días pienso que mi vida puede estar corriendo peligro, porque si yo no regalo agua al ejército o no les vendo cualquier cosa me dicen que yo soy cómplice de la guerrilla”, afirma Marina, que trabaja con el Comité de Integración Social del Catatumbo (CISCA) en la defensa de los derechos a la tierra del campesinado.
Y sus temores son fundados. Según la organización Front Line Defenders, Colombia fue el país más letal del mundo para los defensores y defensoras de los derechos humanos en 2019, con al menos 106 asesinatos. Por su parte, la ONU expresó su “honda preocupación por la impactante cifra” de asesinatos, que podía llegar hasta los 120. El Acuerdo de Paz de 2016 con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) ha tenido muy poco impacto en el Catatumbo, donde hay una fuerte presencia de otros grupos, como el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el Ejército Popular de Liberación (EPL), y algunos disidentes de las FARC han regresado a la lucha armada.
El presidente Iván Duque ha desplegado 5.000 soldados en apoyo de los 12.000 ya destinados allí “liberando la ciudadanía de la presión del terrorismo y el narcotráfico”, al tiempo que presume de estar cumpliendo sus planes de nueva infraestructura vial, acueductos, electrificación, vivienda, atención a la primera infancia y vías terciarias en la región. Sin embargo, el campesinado del Catatumbo afirma que el gobierno los ha abandonado y estigmatizado, y que, ante la insuficiencia de las inversiones sociales, no les ha quedado otra opción viable más que el cultivo de coca. Autoridades locales y dirigentes sociales no desean la militarización, sino un desarrollo más sostenible, y advierten que los planes del gobierno de reanudar la polémica aspersión aérea de las plantaciones de coca provocarán aún más violencia y desplazamiento.
Marina querría dejar de cultivar coca, pero dice que es el único producto que tiene la suficiente demanda como para que los compradores vayan directamente a recogerlo. Las carreteras sin asfaltar de la zona se vuelven impracticables cuando llueve, y los campesinos y las campesinas no pueden transportar otros productos a las ciudades más cercanas, que se encuentran a muchas horas de distancia. Ante la escasa evidencia de una presencia estatal más allá de los puestos de control del ejército y los helicópteros que sobrevuelan la zona, las comunidades locales incluso han montado sus propios puntos de peaje donde cobran para recaudar fondos a fin de arreglar las carreteras como pueden. A Marina le gustaría que, en vez de enviar más tropas, el gobierno invirtiera en carreteras, centros de salud y programas de reforestación para proteger el medioambiente y mejorar las oportunidades para las futuras generaciones: “Yo creo en la paz. Quiero que otros niños no vayan a sufrir lo que yo pasé.”
En el Catatumbo hay una desconfianza generalizada en el ejército. La población local teme que, si exigen sus derechos, el ejército los acusará de estar implicados con las guerrillas para justificar detenciones, asesinatos o desapariciones forzadas. El pasado mes de abril, habitantes de la población de Campo Alegre descubrieron a unos soldados enterrando el cuerpo de Dimar Torres, ex combatiente de las FARC desmovilizado con arreglo al acuerdo de paz. Un cabo fue declarado culpable de disparar contra Torres, mientras que un coronel se enfrenta a juicio, acusado de ordenar la ejecución extrajudicial.
Conteniendo las lágrimas en su humilde hogar, la hermana de Dimar, Mary Torres, afirma que el ejército mintió al decir que su hermano portaba armas y tratar de pintarlo como un guerrillero en activo: “Si sabían algo, ¿por qué no le agarraron y lo retuvieron? No tenían que matarlo, como si fuera un perro”.
Los niños y las niñas también están en peligro. En julio de 2018, estalló un tiroteo en Campo Alegre y la hija de nueve años de María Trinidad Andrade y su nieta de tres años resultaron heridas por unas balas perdidas que traspasaron las paredes de su dormitorio. Trinidad cree que los solados que acamparon delante de la casa fueron los responsables de los disparos que alcanzaron la pierna de su hija por encima de la rodilla y la vejiga y el colon de su nieta. Cuando se encaró con el ejército, éste culpó del tiroteo a las guerrillas.
La escuela de San José del Tarra, otro pueblo remoto, tiene en sus paredes carteles con información para evitar las minas terrestres, e imparte talleres para enseñar al alumnado cómo actuar si encuentran granadas u otros explosivos. “El conflicto nos ha marcado a cada una de nosotras —declara una integrante de un colectivo local de mujeres—. Ya queremos que esto se acabe, no queremos tener más muertes […] es el miedo que a uno le da, que la gente se acostumbre, y que ya eso sea una cosa normal.”
Los 700 habitantes del pueblo tienen pocas alternativas al cultivo de coca. Quienes han intentado vender cacao, café y plátanos afirman que las ventas no cubrían los costes de producción. “Aquí hay gente honesta, gente noble que está esperando que el Estado eche una miradita por acá y que venga y mire las necesidades —añade la mujer—. Con militarizar la zona no se va a solucionar la problemática de San José del Tarra […] [necesitamos] vivienda digna, servicios públicos al día, una buena educación y buena salud.”
En el cercano pueblo de Hacarí, en cuya arbolada plaza mayor acampa el ejército, el secretario del ayuntamiento, Isnardo Rincón, está de acuerdo en que falta presencia estatal y que el despliegue de tropas “no nos ayuda en nada, realmente”. Rincón insta al gobierno federal a que facilite a la población local alternativas viables a la coca, garantizando que tenga la infraestructura necesaria para vender cultivos legales a un precio rentable. “Aquí lo que se necesitan son proyectos que sean provechosos para las familias, porque aquí el sustento de las familias es la coca —afirma—. Si el Estado no les da una solución a los campesinos, pues no van a desistir de la coca.”
Hasta ahora, el gobierno del presidente Duque no ha proporcionado suficiente financiación para subvencionar la sustitución de las plantaciones de coca a través de un programa creado en virtud del acuerdo de paz. Su enfoque es más agresivo, y en diciembre anunció los planes de reanudar la aspersión aérea de las cosechas de coca con glifosato, un herbicida cuyo uso fue suspendido por la anterior administración debido a su relación con el cáncer.
Una húmeda noche en una finca de la ciudad de El Tarra, su alcalde, José de Dios Toro Villegas, advierte de que los efectos de la aspersión aérea, que puede afectar también a cultivos legales cercanos a las plantaciones de coca, serían devastadores, dejarían a las familias en la extrema pobreza y provocarían el levantamiento en armas del campesinado. “Se va a desatar una ola de violencia porque pues, la gente no quiere —afirma—. A nadie le va a gustar que le arrebaten el pan de la mesa.”
Muchas personas del Catatumbo sospechan que, más que proporcionar seguridad u oportunidades para la población, la prioridad del gobierno es salvaguardar la explotación de recursos naturales en una región rica en petróleo, oro y carbón. Álvaro Pérez, miembro del CISCA en El Tarra, cree que el ejército y los grupos paramilitares están ahí fundamentalmente para despejar el camino para proyectos extractivos: “Se le siembra el temor a la población para que la gente se desplace y los territorios queden libres para hacer de ellos a conveniencia”.
Un informe de la ONU de 2014 apoya su interpretación, señalando que las empresas mineras y energéticas en ocasiones trabajan con los paramilitares para hacer avanzar sus intereses en el Catatumbo, mientras que el despliegue del ejército para proteger las infraestructuras petrolíferas ha tenido como consecuencia violaciones de los derechos humanos, como el bombardeo de las tierras pertenecientes al pueblo indígena barí.
Preocupaciones similares surgieron en una reunión comunitaria en la ciudad de Filo Gringo. Un hombre sugirió que el gobierno se muestra reticente a proporcionar alternativas viables a la coca “porque es la manera de tenernos criminalizados y poder llegar al territorio a imponer los planes de desarrollo que ellos necesitan. Y esos planes debe de uno aprender a investigar y preguntar: ¿Planes de desarrollo para quién?”.
La comunidad se mostró de acuerdo con su opinión. Muchos habitantes consideran que su territorio es una parte sagrada e intrínseca de su identidad que les proporciona medios de vida y bienestar espiritual. No renunciarán fácilmente a sus tierras.
De nuevo en su granja, Marina está igualmente decidida a resistirse al desplazamiento. “Yo nací aquí, vivo aquí y quiero morir aquí.”
Este artículo fue publicado originalmente por Newsweek Español