De Erika Guevara Rosas, Americas Director at Amnesty International
La visita del Papa Francisco a México ha estado envuelta de controversia desde el inicio. México es uno de los países más eminentemente católicos del mundo, pero su historial en materia de derechos humanos es espantoso. Se ha tenido noticia de que entre las prioridades de la agenda del Papa estaban la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa y la difícil situación de miles de personas migrantes procedentes de Centroamérica, pero este hecho parece no haberle sentado bien al gobierno del presidente Peña Nieto.
El estado actual de la situación en materia de derechos humanos es tan atroz que está al mismo nivel que el de los peores momentos de la historia reciente del país.
No hay manera de suavizarlo, ésta es sólo la punta del iceberg.
Los números hablan por sí solos: Casi la mitad de la población del país vive en la pobreza, y la cifra va en aumento. El promedio mensual de asesinatos en el contexto de la brutal “guerra contra la delincuencia organizada” en México también se ha incrementado en los últimos años.
Más de 27.000 personas se encuentran en paradero desconocido, prácticamente la mitad de los casos han tenido lugar después de la toma de posesión del presidente Enrique Peña Nieto en 2012; muchas de estas personas han sido víctimas de desaparición forzada.
Las denuncias de casos de tortura y otros malos tratos han aumentado considerablemente; entre 2013 y 2014, la cifra de denuncias de tortura registradas a nivel federal se dobló.
Los delitos rara vez se investigan debidamente.
El catálogo de horrores que tienen lugar en cada rincón de esta colorida y vibrante tierra es tan largo y desalentador que constituye una crisis para los derechos humanos de proporciones epidémicas.
Con todo, la estrategia del gobierno de Peña Nieto a la hora de abordar estos horrores parece ser sencillamente: “ignorar, esconder, negar”.
Las autoridades niegan vergonzosamente los escandalosos niveles de abusos contra los derechos humanos que tienen lugar en todo el país.
En su discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas el pasado 26 de septiembre en Nueva York, el presidente Peña Nieto tuvo la osadía de afirmar que México respeta los derechos humanos.
Es llamativo que esas palabras se pronunciaran el día del primer aniversario de la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Simultáneamente, en México miles de personas exigían la correcta investigación de los miles de desapariciones que tienen lugar en todo el país cada año.
Estas negaciones adquieren mayor gravedad por el ansia de las autoridades mexicanas de ocultar la verdad. A pesar de los llamamientos de organismos nacionales e internacionales de Naciones Unidas, México ha decidido, por segundo año consecutivo, no publicar las estadísticas de las cifras de personas muertas o heridas en los enfrentamientos con las fuerzas policiales y militares en el contexto de la brutal lucha contra los cárteles de la droga y la delincuencia organizada.
Cuando ignorar y ocultar los hechos no es suficiente, se pasa a la negación absoluta. Y no son sólo las desapariciones.
Peña Nieto y su gobierno niegan que la tortura sea una problema en México, a pesar del hecho de que, según cifras oficiales, ha habido un incremento del 600 por ciento en las denuncias de tortura desde 2003.
Cuando le preguntan públicamente sobre la situación de los derechos humanos en México, habla largo y tendido sobre las leyes que su gobierno está impulsando en el Congreso para luchar contra los horrores de la tortura y las desapariciones forzadas, obviando oportunamente el hecho de que, por ejemplo, de las miles de denuncias de tortura registradas entre 2005 y 2013, los tribunales federales sólo se han ocupado de 123 casos, y sólo siete han desembocado en sentencias condenatorias en virtud de la legislación federal. También culpa de todos los horrores a la denominada “guerra contra la delincuencia organizada”, como si fuera la única causa de los problemas en México.
Pero los actos valen más que las palabras.
Es probable que durante la visita del Papa Francisco la bien engrasada maquinaria de relaciones públicas del gobierno mexicano funcione a pleno rendimiento, para que no se aborden los asesinatos en masa, las desapariciones en gran escala, las constantes denuncias de tortura y otras violaciones graves de los derechos humanos.
El Papa Francisco debe hacer caso omiso a la simulación del gobierno mexicano, ceñirse a su propia agenda y pedir al presidente que se ocupe del terrible desastre en materia de derechos humanos. La máxima autoridad de la iglesia católica debe escuchar las denuncias de las víctimas de abusos contra los derechos humanos y sus familiares para conocer de primera mano la respuesta negligente del gobierno mexicano a la crisis actual.
Es imposible predecir si la potencial incidencia del Papa Francisco sobre estas cuestiones tendrá un impacto en un gobierno que hasta la fecha ha decidido hacer la vista gorda en relación con los horrores que cada vez más tienen lugar ante sus ojos.
Y aunque no le corresponda al Papa resolver la terrible crisis en México, puede, como mínimo, ayudar a garantizar que ya no se esconda la realidad bajo la alfombra.
Este artículo se publicó originalmente en The Guardian