De Josefina Salomón, News Writer at Amnesty International in Mexico, 12 noviembre 2015
Hace poco más de un año, este lugar era totalmente anodino. Una escuela rural, escondida un verde paraje del estado de Guerrero, en sur de México.
Pero ahora, basta pasar por la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa para ver cómo están las cosas en México en lo que se refiere a los derechos humanos.
En medio de una decena de edificios desvencijados, donde comen, estudian y duermen alrededor de 500 jóvenes, en un rincón de la destartalada cancha de baloncesto al aire libre, hay 43 sillas de color naranja, perfectamente alineadas. En cada silla hay una fotografía, acompañada de frases conmovedoras, flores naranjas y ofrendas. Cuentan un trágica historia.
“Nadie puede pasar por lo que hemos pasado nosotros”, me dice Mario, alumno de primer curso en Ayotzinapa.
Mario se refiere a la brutal y arbitraria detención y desaparición forzada de 43 alumnos de la escuela normal, perpetradas por la policía el 26 de septiembre de 2014 en la cercana ciudad de Iguala. Se sabe que mataron a seis personas, entre ellas tres de los normalistas. Los jóvenes intentaban conseguir autobuses para asistir a una manifestación en la Ciudad de México y no se los ha vuelto a ver desde entonces.
El muchacho, de 20 años, camina nervioso por la cancha de baloncesto, encorvado, toqueteando su teléfono móvil, o con la mirada fija en el horizonte y una sonrisa de nerviosismo mientras busca cuidadosamente las palabras con que expresar el horror.
Se matriculó en la escuela dos meses después de los sucesos del 26 de septiembre. Después de que “Ayotzinapa” se convirtiera en sinónimo de “desapariciones” en México.
Mario se detiene ante dos de las fotografías. Las de Saúl Bruno García y Leonel Castro Abarca, alumnos de segundo curso que eran amigos suyos cuando estudiaba secundaria. Le convencieron para que se matriculara en la escuela normal
Pero tras la desaparición forzada de ambos, la decisión de hacer las tres horas de viaje de su localidad hasta allí para quedarse no fue fácil. La madre de Mario tenía miedo, y no era la única. Algunos alumnos no han vuelto a clase desde la tragedia; tienen demasiado miedo.
“Cuando supe que Saúl y Leonel estaban desaparecidos, no podía creerlo. Sólo un día antes había estado intercambiando mensajes con ellos. Después de lo que ocurrió, mi madre tenía miedo, pero le dije: ‘quien no se arriesga no gana’. Así que me vine aquí”, explica Mario.
A jóvenes como Mario, nacidos en familias rurales con escasos recursos económicos, una escuela como la de Ayotzinapa les proporciona no sólo educación, sino también tres comidas al día y un lugar donde dormir. Es la única oportunidad de recibir educación superior y una posibilidad de salir adelante en la vida.
La escuela normal forma parte de un ambicioso proyecto educativo creado en la década de 1920, como consecuencia de la Revolución Mexicana, con objeto de proporcionar educación especializada a los jóvenes de entornos rurales marginados. Lo que se pretendía era combinar las materias académicas con conocimientos prácticos sobre cómo cuidar la tierra, y fomentar el activismo social.
Pero desde entonces, los sucesivos gobiernos conservadores mexicanos han visto estas escuelas como fábricas de problemas y se han opuesto implacablemente a ellas.
En 2011 murieron dos normalistas tras un ataque especialmente brutal de la policía federal y local contra una manifestación estudiantil que marchaba por una carretera cerca de Ayotzinapa . También se han reducido los presupuestos. Hasta el punto de que de las 26 escuelas abiertas originalmente por todo el país, sólo quedan 17, que sobreviven a duras penas.
Los problemas son evidentes.
Edificios atestados que se vienen abajo, ventanas destrozadas, aseos en estado lamentable y dormitorios que acogen a más alumnos de los que deberían, todo ello es prueba de la cruzada que parece haber emprendido el gobierno contra los normalistas.
Los activistas locales afirman que la reciente desaparición de los 43 normalistas ha sido un intento cruel de hacerlos callar y de indicarles que no tienen cabida en el México actual.
“Jamás tuvimos mucho apoyo del gobierno, pero ahora recibimos todavía menos. Es como si fuéramos una china en el zapato del gobierno. Nos esforzamos por conseguir más medios para estudiar como es debido, con dignidad. Lo único que quiero es ser profesor, enseñar y ayudar a mi familia”, asegura Mario.
Pero, en vez de disuadir a los normalistas, el problema parece darles energía, reforzar su determinación de contraatacar para conseguir que la escuela siga abierta y que no se olvide su tragedia con tiempo, como ha ocurrido con muchas otras en México.
Las desapariciones de Ayotzinapa tocan, como ninguna otra tragedia de derechos humanos, una cuerda sensible en México, país donde han desaparecido miles de personas en el último decenio y donde se descubren fosas comunes tan a menudo que apenas son ya noticia de primera plana.
Quizá se deba a que las víctimas esperaban ser profesores para enseñar a quienes nadie quiere enseñar. Quizá la rabia sea una reacción a la respuesta ineficaz del gobierno y a la falta de investigación efectiva, hechos que han recibido fuertes críticas de organizaciones internacionales como Amnistía Internacional y de un grupo de expertos nombrado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Lo cierto es que México ha cambiado para siempre desde aquél septiembre.
Casi 500 jóvenes continúan con sus actividades habituales en Ayotzinapa, donde la tragedia convive con la normalidad cada día.
Cuando pasan por la cancha de baloncesto, las sillas naranjas se interponen en su camino. Algunos piensan que esas fotografías podrían haber sido las suyas. Se detienen, echan una mirada y siguen su camino. Van a clase, al enorme comedor, a buscar flores, a reuniones donde se habla de lo que está ocurriendo realmente en el México que nadie quiere ver.
“Lo peor es ver a los padres cuando vienen de visita. Los vemos sentarse en las sillas que ocupaban sus hijos. Los veo hablar a las fotografías, decirles que no van a dejar de buscarlos jamás. No era la primera vez que el gobierno nos atacaba, pero fue la más dura. No pararemos hasta encontrar a los 43, hasta que el gobierno nos diga dónde están”, afirma Mario.
El valor inquebrantable de los normalistas y las familias de Ayotzinapa está poniendo al límite de su capacidad la indiferencia del gobierno mexicano. Ha cambiado el estado de ánimo en este país y ahora hay al menos esperanza de que la fachada de acero de las autoridades se resquebraje