Por Brian Castner
Este mismo año, justo antes de que el coronavirus cerrara virtualmente los viajes internacionales, estaba sentado bajo un mezquite escuchando el farragoso discurso de un general sursudanés en una base militar a las afueras de la capital, Yuba. Me encontraba en ese país desgastado por la guerra para investigar las violaciones del embargo de armas, que debería renovarse en el Consejo de Seguridad de la ONU este mes. El embargo tiene unos dos años y, aunque no ha resuelto todos los problemas, la violencia y los abusos contra los derechos humanos se han reducido significativamente en el país desde que se cortó el principal torrente de armas y munición.
Ese día había ido a ver al oficial al mando del polvoriento campamento improvisado de Gorom informar a un grupo de diplomáticos y observadores internacionales del alto el fuego sobre sus progresos en la formación de la recién establecida Fuerza de Protección de Autoridades sursudanesa. Sin embargo, en lugar de dar esa información, el general soltó una letanía de quejas: no hay suministros suficientes, ni siquiera camas en las que dormir. Y esto lo dijo sentado ante una muralla de cajas de cartón sin abrir, de tres metros de alto y quince de largo, repletas de colchonetas donadas por Japón. Además, su presentación tenía un tono de: “¿A quién creen ustedes, a mí o a sus ojos engañosos?”.
Sin embargo, yo no estaba allí para escuchar quejas logísticas. Había ido para averiguar si sus armas acababan de llegarles, lo que significaría una ruptura del embargo, y por eso, cuando el general dijo que tenía cuatro contenedores llenos de armas pequeñas que había recogido de sus soldados como parte del proceso de desarme, me sentí interesado. Había ido a 12 campamentos militares y de adiestramiento en Sudán del Sur, y este era el único con un arsenal nominalmente establecido. Era mi mejor oportunidad hasta el momento.
Sin embargo, cuando uno de los soldados del general me abrió los cuatro contenedores, no estaban llenos de armas: estaban llenos hasta arriba de sacos de arroz y sorgo, un tipo de grano. Estas unidades no se estaban desarmando. Estaban cubriéndose para un regreso a la guerra.
El general no se disculpó. “Estas son las fuerzas que impondrán la paz en Yuba”, dijo. “Estos soldados son la espina dorsal de esta paz.”
Dijo en voz alta lo que muchos temen: que incluso después de tanto derramamiento de sangre en la guerra civil de Sudán del Sur, cuando se les da la oportunidad en un entorno negociado, los generales seguirán buscando la paz en el extremo de un rifle.
El 23 de marzo, ante la creciente crisis de salud global, el secretario general de la ONU, António Guterres pidió un alto el fuego global. Basta decir que no se le hizo caso. Mientras el coronavirus se propaga por el mundo, Sudán del Sur no es el único lugar donde una pandemia va a correr desenfrenadamente por un Estado con un conflicto endémico. Oficialmente, en Sudán del Sur sólo hay unas pocas decenas de casos. Lo mismo sucede en lugares como Siria, aunque, como hemos aprendido, la cifra depende principalmente de las pruebas realizadas. Mientras tanto, en Yemen el número de casos se está disparando, y en Somalia los sepultureros de la capital no dan abasto con el aumento de la demanda, y se desconoce el número de casos en el territorio controlado por Al Shabab. La suma del coronavirus con estos conflictos en curso incrementará aún más el sufrimiento humano, y aun así, en un momento en el que el mundo podría unirse para hacer un frente conjunto contra la COVID-19, hay muchas guerras que siguen cobrándose su precio en civiles.
En los últimos meses, el gobierno sirio y las fuerzas aéreas rusas han seguido bombardeando escuelas y hospitales en torno a Idlib. En la guerra civil de Libia, potencias extranjeras, desde Turquía hasta Emiratos Árabes Unidos, han introducido mercenarios y material suficientes como para hacer que las bajas civiles, causadas por artillería y ataques aéreos, hayan aumentado desde el comienzo de 2020. A través del Sahel, desde Malí hasta el norte de Nigeria y Camerún, y otros lugares de África, en puntos tan al sur como Mozambique, grupos armados que han jurado lealtad al grupo autodenominado Estado Islámico están quemando pueblos y decapitando a civiles. Y en el oeste de Myanmar, donde los crímenes contra la humanidad cometidos por el gobierno obligaron a más de 700.000 rohinyás a huir a Bangladesh, el ejército y los rebeldes de Rajine continúan con su lucha; en abril, un chófer de la Organización Mundial de la Salud que transportaba muestras de coronavirus murió en el fuego cruzado.
Y la violencia prosigue también en Sudán del Sur, mientras un grupo rebelde marginal mantiene su lucha contra el gobierno y las largas rivalidades intercomunitarias alimentan secuestros y tiroteos. Mientras tanto, a las víctimas y supervivientes de atrocidades masivas cometidas durante el conflicto se les sigue negando la justicia.
Esta inestabilidad y esta impunidad se ven alimentadas por las constantes violaciones del embargo de armas impuesto por la ONU. Durante nuestra investigación, encontramos munición china recientemente fabricada en manos del temido Servicio de Seguridad Nacional. Descubrimos que los aparatos de la flota gubernamental de helicópteros de ataque Mi-24 fuertemente armados, averiados antes de establecerse el embargo, habían sido arreglados y podían volar, listos para ser utilizados de nuevo para atacar civiles igual que durante la guerra civil. Encontramos kalashnikovs de la Europa del Este, algunos fabricados incluso en la antigua Alemania Oriental, recién importados y en manos de fuerzas tanto gubernamentales como de la oposición.
La guerra civil de Sudán del Sur era decididamente de baja tecnología, y dio lugar a atrocidades espantosas, como por ejemplo agrupar a gente y ametrallarla en ejecuciones colectivas, muchas veces por motivos étnicos. Pero, aunque el embargo de armas no ha sido ninguna panacea, desde su adopción en julio de 2018 no ha habido ni una sola masacre documentada en gran escala de civiles, o desde luego no de la magnitud presenciada en los primeros días del conflicto. Sigue habiendo algunos enfrentamientos y violaciones de derechos humanos, pero nada comparado con lo que vimos antes del embargo en 2014, cuando en cada cargamento se enviaban decenas de miles de rondas de municiones.
***
La lucha contra la COVID-19 se ha descrito como una guerra. No creo que ese planteamiento sea exacto ni útil; apuesto a que la mayoría de quienes hemos experimentado la caótica violencia de los seres humanos matándose mutuamente estaría de acuerdo conmigo. La guerra destruye, pero la respuesta a una pandemia requiere lo contrario: un acto de construcción, la creación de una sociedad resiliente en la que nos cuidemos mutuamente. Y tenemos un enemigo inhumano común, ajeno a nosotros, contra el que movilizarnos: una grotesca bola viscosa cubierta de púas.
Por desgracia, en la ONU, las antiguas divisiones amenazan esta oportunidad de unificación. La brecha entre China y Estados Unidos ha paralizado una resolución sobre un alto el fuego humanitario de 90 días que permitiría que la ayuda médica para la COVID llegue a la población civil. Y la cuestión de los embargos de armas se enreda en los debates sobre la retirada de las sanciones en general. Aunque ambas cuestiones las examina el mismo consejo, el embargo de armas no debe verse como algo punitivo. No es una sanción específica, es una herramienta necesaria para frenar las violaciones de derechos humanos cometidas por todas las partes, y no podría malinterpretarse como el impedimento de la capacidad de un país de tratar la COVID-19. Nos enfrentamos a una ardua batalla para conseguir el embargo de armas a Sudán del Sur, pero aún hay cabida para la esperanza. El Consejo de Seguridad de la ONU puede actuar con un propósito y con buena voluntad y ver la verdad evidente: las armas no vencen a una enfermedad.
Al inicio del brote de coronavirus, Sudán del Sur era un lugar que contaba con más helicópteros de ataque que respiradores. No tiene sentido levantar un embargo de armas en un país frágil con un legado de impunidad por crímenes de guerra y un desafío de salud pública en ciernes. El Consejo de Seguridad de la ONU debe votar a favor de renovar el embargo y dar al pueblo sursudanés el espacio y la oportunidad de construir una paz basada en la justicia y el respeto por los derechos humanos.
Brian Castner es el experto en armas del Equipo de Respuesta a las Crisis de Amnistía Internacional.