Para hacerse una aterradora idea del futuro de Hong Kong, basta con observar cómo China viola su propio marco de seguridad nacional

Por Jan Wetzel, asesor jurídico principal de Amnistía Internacional para Asia Oriental

Si observamos cómo las autoridades chinas avanzan en la agresiva imposición de un marco legal de seguridad nacional en Hong Kong, se esfuman todas las dudas: se trata del más impresionante, amenazador y despiadado ataque perpetrado hasta la fecha por Pekín contra el disfrute de los derechos humanos en la ciudad.

A lo largo de los últimos años hemos presenciado la disimulada y gradual erosión de los derechos humanos en Hong Kong. Pero ahora todo eso se acabó: con esta ley, el proceso experimenta un intenso acelerón, y Pekín abandona toda apariencia de querer cumplir las promesas internacionales asumidas durante el periodo previo a la entrega del territorio, en 1997.

La Ley de Seguridad Nacional china de 2015 contiene una definición de “seguridad nacional” que carece prácticamente de límites y abarca numerosas áreas, tales como la política, la cultura, la economía, Internet y otros “intereses principales del Estado”.

El plan de Pekín consiste, básicamente, en saltar por encima del Parlamento local, ilegalizando directamente los actos de “separatismo”, “subversión” y “terrorismo”, así como las “actividades de fuerzas extranjeras que interfieran” en el territorio.

Para adivinar cómo se podrían aplicar estas normas, basta ver cómo se ha hecho, con terminología similar, en China continental: la imagen resultante es aterradora.

Las campañas “contra el separatismo” han sido especialmente duras en Sinkiang y en las zonas de población tibetana, como demuestra el caso de Tashi Wangchuk, condenado a cinco años de cárcel por “incitación al separatismo” tras haber protagonizado un vídeo producido por el New York Times sobre su campaña por la enseñanza en lengua tibetana en las escuelas.

Por su parte, el cargo de “incitación a la subversión del poder del Estado” es un baúl de sastre que incluye de todo y que, con frecuencia, se ha utilizado contra la disidencia y contra activistas que han criticado abiertamente al gobierno. Así, fue la acusación de “subversión” la que costó al abogado Wang Quanzhang, una condena de cuatro años y medio de cárcel por haber defendido los derechos humanos y denunciado la corrupción, después de que su familia pasase casi tres años sin saber, ni siquiera, si estaba vivo o muerto.

En China, una nueva ley antiterrorista de 2015 legalizó los ataques deliberados contra la libertad de religión y expresión y contra los derechos de las minorías étnicas. La lucha contra lo que califican de “terrorismo” ha permitido el internamiento de cerca de un millón de personas —entre uigures y otras, predominantemente, de religión musulmana—, en campos políticos de “reeducación” de Sinkiang.

Otra acusación vertida habitualmente por las autoridades tanto de China continental como de Hong Kong es la de “interferencia extranjera”, con la que tratan de presentar movimientos locales —como la Revolución de los Paraguas de 2014 y las protestas de 2019— como una incipiente “revolución de colores” instigada por “fuerzas extranjeras hostiles”.

En China continental, la Ley de Gestión de ONG Extranjeras, de 2016, concede a las autoridades facultades casi ilimitadas para perseguir a las ONG, restringir sus actividades y, en último extremo, asfixiar a la sociedad civil.

Quienes defienden una ley de seguridad nacional para Hong Kong afirman que su aplicación correrá a cargo de las autoridades locales, y será vigilada por los tribunales de la ciudad. Sin embargo, este extremo no parece nada claro, toda vez que en Hong Kong hay ya organismos de seguridad nacional de China continental abiertamente instalados y operativos en el territorio.

Y tampoco hay que olvidar que, en última instancia, a la hora de “interpretar” la legislación de Hong Kong, la máxima autoridad es la Comisión Permanente de la Asamblea Nacional Popular, es decir, el mismo organismo encargado en este momento de redactar la nueva ley.

En China continental, la aplicación del marco de seguridad nacional a todo tipo de presunta disidencia elude las salvaguardias propias de los procesos ordinarios de justicia penal.

Uno de los más siniestros indicios de este planteamiento es la “vigilancia domiciliaria en un lugar designado”, facultad que permite al personal de investigación penal recluir a cualquier persona al margen del sistema formal de detención durante periodos de hasta seis meses, en lo que se podría calificar de detención secreta en régimen de incomunicación. De esta forma, las personas acusadas no tienen acceso a asistencia letrada de su elección ni a sus familias, y corren mayor peligro de sufrir torturas y otros malos tratos.

Ésa es la sombría realidad de los derechos humanos en China, ahora que Pekín se dispone a aplicar en Hong Kong su abusivo proyecto de seguridad nacional.

Pero ¿por qué ahora?

Como razón principal por la que el gobierno central considera necesario actuar, se han esgrimido los actos de violencia perpetrados por unos pocos manifestantes en las concentraciones —abrumadoramente pacíficas— que tuvieron lugar el año pasado.

Sin embargo, sigue sin estar claro si algunos de estos presuntos actos de manifestantes pueden o no ser judicialmente perseguidos según la legislación actual de Hong Kong. Pese a ello, la fiscalía local no ha dudado en echar mano de cualquier acusación, por inverosímil que parezca, contra organizadores u organizadoras de protestas y líderes prodemocracia, entre ellas las de “incitación a la incitación” e, incluso la de “sedición”.

La cruda realidad es que Pekín considera que la pandemia mundial de COVID-19 dará mayor valor aún a las relaciones comerciales como moneda de cambio, lo cual disuadirá a los demás gobiernos de cualquier gesto significativo de defensa de esta ciudad de ocho millones de habitantes.

Sin embargo, éste no es el momento adecuado para el retraimiento de la comunidad internacional en un aislamiento inducido por la COVID-19, ni para recurrir exclusivamente a la diplomacia silenciosa.

La experiencia demuestra que una fuerte oposición política, combinada con la presión pública sostenida en el tiempo, puede hacer cambiar de opinión a China.

La población de Hong Kong ha vuelto a salir a las calles para expresar su deseo de seguir defendiendo sus libertades. Sin embargo, puede que esta vez necesite ayuda.