La pandemia de COVID-19 ha cambiado nuestro mundo. Cada día llegan más noticias desgarradoras de miles de muertes en todo el mundo. En Oriente Medio y el Norte de África (MENA), se han infectado más de 170.000 personas y han muerto más de 7.500, según cifras de la Organización Mundial de la Salud, aunque los conflictos actualmente en curso en países como Siria, Yemen y Libia dificultan la recogida de datos precisos.
La presión provocada por el coronavirus ha llevado al estancamiento económico en gran parte del mundo: clausura de aeropuertos, paralización del comercio, cierre de empresas; y a la mayoría de la población se nos ha pedido que practiquemos el distanciamiento social por nuestra propia seguridad. Esto está ayudando a “aplanar la curva”, reduce la presión sobre hospitales y profesionales de la salud, y da tiempo a que el mundo científico desarrolle una vacuna para el virus.
El 1 de mayo se conmemora el Día Internacional del Trabajo, motivo tanto de celebración como de protesta en la mayor parte de la región, donde se han producido oleadas de movimientos sociales que reclaman justicia económica y social en la última década. La propagación del coronavirus nos ha traído a una importante encrucijada en la larga batalla por la protección de los derechos laborales.
El virus ha puesto de manifiesto vulnerabilidades en la forma en que está estructurada nuestra sociedad: no podemos sobrevivir sin el trabajo de quienes ocupan empleos históricamente precarios, mal pagados e infravalorados. Estas personas están, sin duda, en primera línea de esta batalla y deben protegerse sus derechos a la salud, la dignidad y a unas condiciones laborales justas.
He aquí cuatro formas en las que creemos que los Estados de la región deben proteger y garantizar sin demora los derechos laborales:
1. Garantizar la igualdad de acceso a la asistencia sanitaria para todas las personas
2. Garantizar la seguridad laboral
En todo el mundo, se han infectado, miles de profesionales sanitarios que están respondiendo al brote de coronavirus y cientos de ellos han perdido la vida debido a la falta de acceso a equipos de protección individual. Quienes realizan trabajos “esenciales” en la venta minorista asumen riesgos a diario para que los comercios estén abastecidos, a veces con poco margen de elección. En Egipto, por ejemplo, miles de trabajadores y trabajadoras textiles del sector privado de las ciudades de Port Said e Ismailia corren peligro de perder sus empleos, ver reducidos sus ingresos o verse obligados a trabajar sin equipo de protección en medio del temor a la propagación de la COVID-19. Empresas y gobiernos no deben obligar a los trabajadores y trabajadoras a elegir entre seguridad y subsistencia. Amnistía Internacional ha pedido que se ponga la protección de los derechos humanos —que incluye los derechos laborales— en el centro de la respuesta a la crisis de todos los gobiernos.
3. Eliminar la discriminación de género
4. Garantizar medios de subsistencia
El impacto económico de la COVID-19 ha sometido a fuertes tensiones a la capacidad de las personas para comprar alimentos, pagar el alquiler y adquirir otros servicios esenciales. Los trabajadores y trabajadoras no deben cargar solo con el peso de esta crisis. Los gobiernos tienen la responsabilidad de garantizar que sus planes de estímulo económico protegen de la pobreza a la población más vulnerable. Los programas de ayuda de los Estados deben incluir a quienes trabajan en la economía informal para que la ausencia de un empleo formal no excluya a estas personas de las iniciativas gubernamentales. Las medidas de confinamiento han negado a muchas de ellas la oportunidad de ganarse el sustento. Es preciso introducir medidas específicas dirigidas a las personas que trabajan en el sector informal, con arreglo al derecho a seguridad social, para que puedan hacer efectivo su derecho a un nivel de vida adecuado.