Julia Hall, Amnistía Internacional
La última vez que vi a Julian Assange parecía cansado y decaído.
Vestido correctamente con ropa de negocios informal, el fundador de Wikileaks estaba sentado en un banquillo de paredes de vidrio, en la parte de atrás de una sala de juicios adjunta a la prisión de alta seguridad de Belmarsh, en Londres, flanqueado por dos funcionarios penitenciarios.
Yo me había desplazado desde Estados Unidos para observar la vista. Él se había desplazado por un túnel desde su celda hasta la sala.
Hoy, Julian Assange comparecerá de nuevo ante un tribunal para la reanudación de las actuaciones en las que se decidirá en última instancia sobre la petición de extradición formulada por la administración Trump.
Pero en el banquillo no estará sentado sólo Julian Assange. Junto a él se sentarán los principios fundamentales de la libertad de prensa que sustentan el derecho a la libertad de expresión y el derecho de la ciudadanía a acceder a la información. Si se silencia a este hombre, Estados Unidos y sus cómplices amordazarán a otros, propagando el miedo a la persecución y a ser enjuiciados en una comunidad global de medios de comunicación que ya es blanco de ataques en Estados Unidos y en muchos otros países del mundo.
Es mucho lo que está en juego. Si Reino Unido extradita a Assange, éste sería juzgado en Estados Unidos por cargos de espionaje por los que podría ser condenado a décadas de prisión, posiblemente en un centro reservado para reclusos de máxima seguridad y sometido a los regímenes más estrictos, incluida la reclusión prolongada en régimen de aislamiento. Todo por hacer algo que los editores de noticias hacen en todo el mundo: publicar información de interés público facilitada por sus fuentes.
De hecho, el presidente Donald Trump ha calificado a Wikileaks de “vergonzoso” y ha afirmado que su actividad, al publicar información clasificada, deberían conllevar la pena de muerte.
El efecto disuasorio sobre otros profesionales de la edición, periodistas de investigación y cualquier persona que se atreva a facilitar la publicación de información clasificada sobre actuaciones indebidas de un gobierno sería inmediato y grave. Y Estados Unidos iría descaradamente más allá de sus fronteras con su largo brazo para alcanzar a personas no ciudadanas como Assange, que es australiano.
La implacable persecución del gobierno de Estados Unidos a Assange —y la participación voluntaria de Reino Unido en su caza y captura— ya ha llevado a éste a una prisión reservada normalmente a delincuentes avezados. Lo ha reducido física y emocionalmente, a menudo hasta el punto de la desorientación. Doblegarlo aislando a Assange de su familia, amistades y equipo jurídico parece parte integrante de la estrategia de Estados Unidos; y parece funcionar.
No hace falta conocer los altibajos de la ley de extradición para comprender que los cargos contra Assange no sólo son “delitos políticos” clásicos y, por tanto, están excluidos de la ley de extradición, sino que, lo que es más crucial, los cargos tienen motivación política.
Los 17 cargos formulados por Estados Unidos en aplicación de la Ley de Espionaje de 1918 podrían llevar aparejados 175 años de prisión; añádase a ellos la sentencia condenatoria de un solo cargo de fraude informático (que, se dice, complementa la Ley de Espionaje en la era de la informática) y se obtendrán otros cinco años arbitrarios. Assange es el único editor afectado hasta ahora por este tipo de cargos de espionaje.
No hay duda de que los cargos tienen motivación política en esta administración estadounidense, que prácticamente ya ha declarado culpable a Assange en la esfera pública. El secretario de Estado Mike Pompeo ha afirmado que Wikileaks es un “servicio de inteligencia hostil” cuyas actividades deben “mitigarse y gestionarse”. El enjuiciamiento flagrantemente injusto de Assange es un ejemplo de lo lejos que está dispuesto a llegar Estados Unidos para “gestionar” la entrada de información sobre actuaciones indebidas del gobierno y menoscabar así el derecho del público a saber.
Assange estuvo también en el radar de Barack Obama, pero la administración Obama rehusó enjuiciarlo. Sin embargo, el actual fiscal general estadounidense, William Barr, ha dictado no una, sino dos actas de acusación formal desde 2019, la más reciente a finales de junio. Esta segunda acta de acusación formal fue una sorpresa no sólo para el equipo de defensa de Assange, sino también para la Abogacía de la Corona y la jueza, que tampoco sabían nada del nuevo procesamiento.
Hace unos meses, sentada a unos seis metros de Julian Assange, me impresionó cómo se había convertido en una sombra de lo que fue. Durante esa semana de vistas, se levantó espontáneamente varias veces para dirigirse a la jueza. Le dijo que se sentía confuso. Le dijo que no podía oír bien las actuaciones. Dijo que las barreras en la prisión y en la sala le habían impedido consultar con su equipo jurídico. Aunque técnicamente no le estaba permitido dirigirse directamente a la jueza, lo hizo en varias ocasiones, como destellos de la agresiva táctica empleada en el pasado para defenderse y defender los principios que preconiza.
La extradición de Julian Assange tendría amplias consecuencias para los derechos humanos, pues sentaría un precedente disuasorio para la protección de quienes publican información clasificada o filtrada de interés público.
La publicación de este tipo de información es una piedra angular de la libertad de prensa y del derecho de la ciudadanía a acceder a información. Debe protegerse, no criminalizarse.
Julia Hall es experta de Amnistía Internacional en antiterrorismo y derechos humanos en Europa