Es uno de los momentos más emblemáticos de la lucha por la libertad en la historia contemporánea. Un hombre solo, con una bolsa de la compra en cada mano, se planta desafiante ante una fila de tanques militares cerca de la plaza monumental de Tiananmen, en Pekín. A continuación, mientras las cámaras captan el instante para su difusión en todo el mundo, levanta la mano derecha para indicar a los tanques que paren. Y, por un instante, lo hacen.
Lo que hizo aún más memorable el acto de resistencia de este hombre fue el horror que el mundo había presenciado la víspera.
La noche del 3 al 4 de junio de 1989, tanques chinos avanzaron sobre la plaza de Tiananmen para reprimir brutalmente un movimiento sin precedentes en favor de la democracia. Cientos de personas, posiblemente miles, fueron asesinadas cuando los soldados abrieron fuego contra las personas —estudiantes y trabajadores– que llevaban semanas reclamando pacíficamente reformas políticas.
Nadie sabe el número exacto porque, tres decenios más tarde, las autoridades chinas continúan haciendo todo lo posible para impedir que la gente se haga preguntas sobre aquel día, o incluso que hable de ello.
Los días que siguieron a la sangrienta represión, las autoridades chinas publicaron una lista de 21 personas “buscadas” por su papel en la organización de las protestas.
El número uno de la lista era Wang Dan, quien terminó pasando seis años en la cárcel.
Antes de eso, en la primavera de 1989, Wang era un alumno de 20 años de la Universidad de Pekín, donde organizaba charlas sobre democracia.
“Yo sólo era uno de los [muchos] líderes durante el movimiento. No sé por qué era el número uno de la lista —recordó—.
Éramos una generación preocupada por la situación política. Nos preocupaba nuestro futuro político. Jamás pensamos que el gobierno enviaría tropas contra su propio pueblo. Pensábamos que sólo querían asustarnos.”
Cuando los soldados abrieron fuego la noche del 3 de junio, Wang Dan estaba en su residencia de estudiantes.
“Mi compañero de clase me llamó desde algún lugar cercano a la plaza de Tiananmen. Me dijo: ‘La represión ha comenzado. Ha muerto gente’. Traté de ir a Tiananmen, pero la policía había cortado la carretera.
Estaba conmocionado —recordó Wang—. Durante tres o cuatro días, no pude decir una palabra.”
Gracias a la ayuda de sus amigos, Wang Dan pudo esconderse durante varias semanas, pero las autoridades dieron con él el 2 de julio.
Wang cumplió casi cuatro años de prisión y quedó en libertad en 1993. Pudo irse de China entonces, pero decidió quedarse.
“Quería continuar mi lucha. Por la gente que había muerto, tenía la obligación de hacer más. Veía que aún era posible el cambio. Por eso decidí quedarme.”
Menos de dos años después, Wang Dan estaba de vuelta en prisión, esta vez con una condena de 11 años.
Dos años más tarde quedó en libertad condicional por razones de salud con la condición de que se marchara al exilio.
“Marcharme fue una decisión difícil. Era muy duro saber que no vería a mi familia. Pero, si me negaba a marcharme, me quedaría en la cárcel. Desde allí no habría podido hacer nada.”
Wang Dan estudió en Harvard y Oxford y ahora vive en Estados Unidos, tras haber estado varios años dedicado a la enseñanza de ciencias políticas en una universidad de Taiwán.
Sin arrepentimientos
“Si me hubiera quedado en China, no podría hacer nada. La policía me seguiría y no podría ponerme en contacto con nadie. Fuera de China al menos puedo hablar con libertad —dijo—.
Nunca me arrepentiré de lo que sucedió. Nuestro futuro requiere sacrificios. No me arrepiento. Fue una gran revelación; la democracia llegó al alma de la población china.”
Una de esas personas era Lu Jinghua.
Su vida también cambió para siempre la primavera de 1989. Tenía 28 años entonces, y se ganaba la vida vendiendo ropa en un pequeño puesto de la capital china.
Después de ver a los estudiantes manifestándose en la plaza de Tiananmen durante varios días, decidió acercarse a ellos para saber más de su campaña. Días más tarde empezó a llevarles agua y, finalmente, se sumó a su causa.
“Me ofrecí voluntaria para hacer de locutora, por mi voz. Me colocaba en la plaza de Tiananmen y anunciaba las últimas noticias por los altavoces. Por la noche dormía en una tienda en la plaza —contó—.
Realmente disfruté aquellos días. Era feliz. Aquel movimiento cambió mi vida.”
Pero la situación no tardó en dar un sombrío giro. Lü Jinghua estaba en la plaza cuando entraron los tanques.
“Las balas silbaban a mi alrededor y alcanzaban a la gente. Un cuerpo cayó a mi lado, luego otro. Corrí sin parar para quitarme de en medio. La gente gritaba pidiendo ayuda, pidiendo ambulancias. Y entonces, alguien más moría.”
Era sólo el principio de su pesadilla.
Tras la represión, Lu Jinghua fue incluida en la lista de los “más buscados” y su familia sufrió violentos actos de hostigamiento por parte de las autoridades. No le quedó otra salida que huir de Pekín, dejando allí a su hija de corta edad.
“Era una decisión imposible, pero tenía que salvar mi vida, por eso acepté que debía marcharme.”
Tras una peligrosa travesía, cruzando un río a nado y viajando en una barca, consiguió llegar a Hong Kong y de allí voló a Nueva York.
En 1993 trató de regresar a China para ver a su familia: “Al salir del avión, las autoridades me interceptaron. Podía ver a mi madre con mi hija en brazos al otro lado de la puerta, pero la policía no me dejó hablar con ellas.”
Finalmente, en diciembre de 1994, la hija de Lu pudo reunirse con ella en Estados Unidos, pero Lu ya no ha podido volver a China, ni siquiera para asistir a los entierros de su padre y su madre.
Sin embargo, Lu Jinghua no se arrepiente de nada.
“Jamás olvidaremos lo que pasó. Hicimos lo correcto. Era una joven que pasó a la acción. Aún creo en ello. Sigo luchando por los derechos humanos en China.”