Hace casi cuatro años, padres y madres uigures que estudiaban o trabajaban en el extranjero comenzaron a vivir una pesadilla recurrente. Muchas de estas personas habían dejado a uno o más hijos o hijas al cuidado de familiares en sus ciudades de origen en la Región Autónoma Uigur de Sinkiang, en el noroeste de China. En ese momento no podían saber que China se disponía a emprender una campaña de represión sin precedentes contra poblaciones étnicas de Sinkiang que tendría horrendas consecuencias para la vida de los centenares de padres y madres que, según las estimaciones, viven la misma situación.
Multitud de personas uigures llevan décadas sufriendo de forma sistemática discriminación étnica y religiosa en Sinkiang. Desde 2014 se observa en Sinkiang un gran aumento de la presencia policial y un denso manto de vigilancia, que forman parte de una “guerra popular contra el terror” declarada públicamente y de la lucha contra el “extremismo religioso”. Las medidas de vigilancia y de control social comenzaron a extenderse con rapidez en 2016. En 2017, la situación comenzó a tomar un cariz más terrible si cabe para las poblaciones uigur, kazaja y otros grupos mayoritariamente musulmanes en la región. Se calcula que, desde entonces, al menos un millón de personas han sido detenidas arbitrariamente en Sinkiang, en centros de “transformación a través de la educación” o de “formación profesional”, donde se las somete a diversas formas de tortura y malos tratos, el adoctrinamiento político y la asimilación cultural forzada. Esta campaña opresiva de detenciones masivas y represión sistemática ha impedido que padres y madres uigures regresen a China para cuidar de sus hijos o hijas, y han hecho prácticamente imposible que éstos viajen fuera de China para reunirse con sus progenitores en otros países.