Por Oluwatosin Popoola, asesor jurídico de Amnistía Internacional
En estos momentos en que el mundo lucha contra la mortífera COVID-19, los países de África subsahariana han tomado distintas medidas para detener la propagación del virus en sus territorios.
Sin embargo, aunque la lucha contra la pandemia de COVID-19 ha puesto descarnadamente de manifiesto la importancia del derecho a la vida y el deber de protegerlo, el nuevo informe de Amnistía Internacional sobre el el empleo mundial de la pena de muerte en 2019 demuestra que algunos gobiernos de África subsahariana no son siempre coherentes en la protección de ese derecho. Por el contrario, en ciertos casos, se empeñan en violarlo, condenando a personas a muerte o consumando ejecuciones.
En 2019, cuatro países de la región —Botsuana, Somalia, Sudán y Sudán del Sur— llevaron a cabo ejecuciones en sus territorios, pese al descenso de un 5% en el número de ejecuciones conocidas en el mundo. Así, Amnistía Internacional confirmó una ejecución en Botsuana, otra en Sudán, 11 en Sudán del Sur y 12 en Somalia. Estos cuatro países son cada vez más tristemente conocidos como los verdugos de África subsahariana: se trata de los mismos que consumaron ejecuciones en 2018 y que vienen haciéndolo, constantemente, durante los últimos 10 años.
En Botsuana —único país de África austral con ejecuciones— el nuevo presidente, Mokgweetsi Masisi, no ha detenido la oleada de ejecuciones desde que que asumió el cargo, en octubre de 2019. Además de la ejecución que tuvo lugar el año pasado, en el mes diciembre, en lo que llevamos de 2020, se han consumado ya tres nuevas ejecuciones en Botsuana.
En Sudán del Sur, la situación es, incluso, más preocupante: desde su independencia de Sudán, en 2011, el país ha ejecutado, al menos, a 43 personas. La cifra de 11 ejecuciones registrada en 2019 es la más alta desde la independencia, y revela un aumento considerable en el número de ejecuciones anuales. De las 11 ejecuciones mencionadas, en febrero de 2019 tuvieron lugar 7, todas ellas de hombres, 3 de los cuales pertenecían a la misma familia. Las autoridades no informaron siquiera a los familiares antes de su consumación.
Las 4 ejecuciones restantes tuvieron lugar más avanzado el año: 2, el 27 de septiembre, y 2, el 30 del mismo mes. De las dos personas ejecutadas el día 30, una de ellas era un joven menor en el momento del delito, que contaba unos 17 años cuando fue declarado culpable y condenado a muerte. Este acto contraviene tanto el derecho internacional de los derechos humanos como la propia Constitución de Sudán del Sur, que prohíbe también el empleo de la pena de muerte contra personas menores en el momento de comisión del delito.
Otro dato alarmante ha sido el incremento en el número de condenas a muerte dictadas en e África subsahariana, que han aumentado en un 53%, al pasar de las 212 de 2018 a las 325 de 2019. Ello se debe a los aumentos observados en 10 países: Kenia, Malawi, Mauritania, Níger, Nigeria, Sierra Leona, Somalia, Sudán, Zambia y Zimbabue. En total, se confirmaron condenas a muerte en 18 países, uno más que en 2018.
Especialmente perturbador resulta el aumento en el número de condenas a muerte registradas en Zambia, donde el gobierno informó de 101 condenas a muerte; un crecimiento impresionante en comparación con las 28 registradas por Amnistía Internacional en 2018. Además, los tribunales de Zambia exoneraron a ocho personas: ocho personas condenadas a muerte, que podrían haber sido ejecutadas por un delito del que, finalmente, se concluyó que no eran culpables. Queda así en evidencia que los tribunales no son perfectos, y que no se puede excluir nunca el riesgo de castigar y ejecutar a inocentes cuando se recurre a la pena de muerte.
Al final del año, se tenía constancia de la existencia de 5.731 personas condenadas a muerte en África subsahariana, el 65% de ellas, repartidas entre Kenia y Nigeria. Las personas condenadas a muerte corren especial peligro de ejecución una vez agotadas las vías de apelación, si en sus países no se ha dictado ninguna moratoria oficial de las ejecuciones.
Incluso en los casos en que no se han agotado las vías de apelación, la falta de acceso a asistencia letrada efectiva, los largos retrasos que caracterizan los procesos de apelación, la negación de indulto y las deficientes condiciones de reclusión pueden convertir la vida en una experiencia angustiosa para cualquier persona.
Sin embargo,no todo fue negativo en 2019. Parece que el apoyo a la pena de muerte está disminuyendo en algunos países de la región, en los que se registraron acciones o pronunciamientos positivos, que pueden conducir a la abolición. Según la información recibida, en República Centroafricana, la Asamblea Nacional decidió estudiar un proyecto de ley sobre la abolición de la pena de muerte. Asimismo, en Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang Nguema anunció su intención de presentar ante el Parlamento un proyecto de ley para abolir la pena capital. En noviembre, la Comisión de Revisión de la Constitución de Gambia publicó un proyecto de Constitución para el país, del que quedaban excluidas las disposiciones relativas a la pena de muerte. En Kenia, el grupo de trabajo constituido para revisar la pena de muerte prescriptiva recomendó al Parlamento la abolición total de la pena capital, y en Zimbabue, las autoridades se plantearon, igualmente, la abolición.
La pena de muerte constituye una violación del derecho de todo ser humano a la vida, y es el exponente máximo de pena cruel, inhumana y degradante. Oponerse a la pena de muerte no implica justificar la criminalidad. Toda persona hallada culpable de un delito reconocible en un juicio justo debe rendir cuentas, pero su castigo no debe ser nunca la muerte. Al igual que luchan contra enfermedades letales, como la COVID-19, los gobiernos deben también proteger el derecho a la vida aboliendo la pena capital.