Por Erika Guevara Rosas, directora para las Américas de Amnistía Internacional
Desde hace más de sesenta años, la historia de Colombia ha estado marcada por el conflicto armado, cuyas raíces están arraigadas en territorios donde el Estado parece inexistente.
En noviembre de 2016, esta historia dio un giro de esperanza para las comunidades que han padecido la violencia. Se abrió una puerta para que el país iniciara un proceso encaminado a escribir una nueva historia. El mundo entero celebró (y celebra aún) la intención de terminar negociadamente el conflicto armado más largo de América Latina. El silenciamiento de los fusiles podía significar un gran avance para la garantía de los derechos humanos en Colombia.
Con la firma del Acuerdo de Paz entre el Estado colombiano y la guerrilla de las FARC-EP (que no está exento de falencias), se han logrado salvar vidas. Las cifras apuntan a una disminución considerable de las muertes en combate en este año y medio.
No obstante, para las víctimas de este conflicto el verdadero triunfo será no repetir la historia de sangre, dolor y ausencias que ha marcado sus vidas. En tal sentido, se entregaron más de 9.000 armas y se ha logrado iniciar el proceso de desminado humanitario en 188 municipios. Se han creado más de doce entidades relacionadas con su implementación, entre ellas la Comisión de la Verdad.
Estos avances han significado el inicio de un proceso largo y no debería perderse de vista lo que millones de víctimas exigen: garantías de no repetición.
Por otra parte, el panorama actual es preocupante y la crisis de derechos humanos continúa siendo una constante en Colombia. Tan sólo en el primer semestre de este año, la Defensoría del Pueblo ha registrado que más de 17.000 personas han sido víctimas de desplazamiento forzado en el país como consecuencia del reacomodo de actores armados en sus territorios. El desplazamiento forzado – que es un crimen de derecho internacional – y el despojo de tierras continúan afectando principalmente a los Pueblos Indígenas y comunidades afrodescendientes, bajo la mirada impávida de un Estado sin respuestas.
Al tiempo, las cifras de asesinatos selectivos de personas defensoras de los derechos humanos en el país son desgarradoras. Día a día continúa la matanza de personas que ejercen liderazgo en sus comunidades, especialmente de aquellas que defendieron la implementación del Acuerdo de Paz o que acompañan procesos de restitución de tierras y derechos de las víctimas del conflicto armado. Las respuestas integrales aún no llegan. La violencia contra las mujeres, en especial la violencia sexual ejercida por actores armados, ha aumentado bajo un manto de silencio e impunidad.
Más allá de las discusiones políticas actuales, el Estado colombiano se debe concentrar en garantizar los derechos de las víctimas del conflicto armado a la justicia, la verdad, las reparaciones y a las medidas de no repetición.
Lo fundamental es, y seguirá siendo, no permitir que la violencia se recicle y continúe afectando una y otra vez a las mismas personas y comunidades. Lo fundamental es, y seguirá siendo, reconocer que el Estado ha fallado en proteger a las personas defensoras de derechos humanos y que debe avanzar hacia una respuesta de protección colectiva y preventiva. Lo fundamental es, y seguirá siendo, proteger los derechos de las mujeres y las niñas que una y otra vez experimentan violencia en sus vidas.
El nuevo gobierno, las autoridades locales, las instituciones estatales y la sociedad colombiana deben comprometerse en cambiar la historia de sangre y despojo. No pueden seguir fallando a aquellas poblaciones Indígenas y afrodescendientes que históricamente han sido olivadas y abandonadas por el Estado. Es el momento de actuar.