Cinco años después del asesinato de Berta Cáceres, los Estados siguen sin proteger a quienes defienden los derechos humanos

Mary Lawlor, relatora especial de la ONU sobre la situación de los defensores de los derechos humanos

Hoy se cumplen cinco años del asesinato de la defensora de los derechos ambientales Berta Cáceres en su casa, en Honduras.

Berta fue una de los centenares de personas que defienden los derechos humanos asesinadas aquel año debido a su trabajo pacífico; desde entonces han muerto violentamente centenares de defensores y defensoras más. Los responsables rara vez son llevados ante la justicia. Aunque algunas personas han sido condenadas por el asesinato de Berta Cáceres, otras que se cree que estuvieron implicadas en los hechos no han respondido aún de sus actos.

Es una historia conocida y continua, en Honduras y en todo el mundo, donde las personas responsables del asesinato de alguien que defiende los derechos humanos gozan a menudo de impunidad.

Esta semana presento mi informe más reciente ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU en Ginebra, que trata de los homicidios de defensores y defensoras de los derechos humanos y de las amenazas que suelen precederlos.

En 2019 fueron asesinadas al menos 281 personas que defienden los derechos humanos, y se prevé una cifra similar para 2020. Salvo que se adopten medidas radicales e inmediatas, cabe esperar cientos de asesinatos más de nuevo este año.

Desde 2015, han sido asesinados al menos 1.323 defensores y defensoras. Aunque Latinoamérica es sistemáticamente la región más afectada y quienes defienden los derechos ambientales como Berta Cáceres suelen ser los más afectados, es un problema mundial.

Entre 2015 y 2019, fueron asesinadas personas que defienden los derechos humanos en al menos 64 países: un tercio de todos los Estados miembros de la ONU. Las entidades que recogen los datos coinciden en que lo habitual es que estas cifras sean inferiores a las reales. El número de defensores y defensoras asesinados es, con toda probabilidad, significativamente mayor que las cifras de las que disponemos.

Sabemos que, en cada continente, en las ciudades y en el campo, en las democracias y las dictaduras, los gobiernos y otras fuerzas amenazaron y mataron a quienes defendían los derechos humanos. Muchos, como Berta Cáceres, son asesinados en el contexto de grandes proyectos empresariales.

¿Por qué tantos gobiernos y otras entidades matan a defensores y defensoras de los derechos humanos que trabajan pacíficamente por los derechos de otras personas? En parte porque pueden, porque tienen la certeza de que no es probable que haya voluntad política para castigar a los perpetradores.

Aunque algunos Estados —en especial los que tienen cifras más elevadas de este tipo de homicidios— han establecido mecanismos de protección específicos para prevenir estos riesgos y ataques contra quienes defienden los derechos humanos y responder a ellos, defensores y defensoras suelen quejarse de que los mecanismos carecen de recursos.

Y, en demasiados casos, las empresas también eluden su responsabilidad de prevenir los ataques contra estas personas o son incluso responsables de ellos.

Estos asesinatos no son actos de violencia al azar que surgen de la nada. Muchos de los homicidios son precedidos de amenazas. Como señaló Amnistía Internacional, el asesinato de Berta Cáceres “fue una tragedia anunciada” y Berta había “denunciado reiteradamente las agresiones y las amenazas de muerte contra ella, que habían aumentado mientras luchaba contra la construcción de una represa hidroeléctrica llamada Agua Zarca y el impacto que tendría en el territorio del pueblo indígena lenca”.

Y aun así, su gobierno no la protegió, igual que muchos gobiernos no protegen a sus defensores y defensoras. Desde que asumí este mandato en mayo del año pasado, he hablado con centenares de personas que defienden los derechos humanos. Muchas me han hablado de su temor real de ser asesinadas y me han enseñado amenazas de muerte que han recibido, a menudo en público.

Me cuentan que algunas de estas amenazas se las gritan a la cara, otras se publican en las redes sociales, se las hacen por teléfono o en mensajes de texto, o se dejan en notas que deslizan bajo la puerta. Algunas de estas personas son amenazadas, a través de un intermediario o mediante grafitis en sus casas, con ser incluidas en listas negras públicas. A unas les llegan por correo fotos que demuestran que ellas o sus familias están vigiladas desde hace tiempo, mientras que a otras les dicen que van a matar a familiares suyos.

Defensores y defensoras me han hablado del ataúd que recibió la oficina de una ONG; de una bala depositada sobre la mesa del comedor de su casa; de fotos editadas publicadas en Twitter en las que se los muestra atacados con hachas o cuchillos; y de la cabeza de un animal atada a la puerta de la oficina de su organización.

Quienes defienden los derechos de lesbianas, gays, bisexuales, transgénero e intersexuales, y quienes defienden los derechos humanos de las mujeres y de las personas transgénero, suelen ser atacados con amenazas sexistas por ser quienes son además de por lo que hacen. Las mujeres y las personas LGBTI que reclaman derechos en contextos patriarcales, racistas o discriminatorios suelen sufrir formas específicas de ataque, entre ellas la violencia sexual, el descrédito y la estigmatización.

Los asesinatos de defensores y defensoras de los derechos humanos no son inevitables: muchos se anuncian con antelación y, aun así, los gobiernos, año tras año, no proporcionan recursos suficientes para prevenirlos y, año tras año, no piden cuentas a los asesinos. De hecho, los Estados no sólo deben acabar con la impunidad, sino que también deben aplaudir públicamente la contribución vital que hacen los derechos humanos a la sociedad.

Esta semana recordaré de nuevo a la ONU que sus miembros incumplen sus obligaciones morales y legales de prevenir los homicidios de quienes defienden los derechos humanos. No vale de nada que las autoridades gubernamentales se retuerzan las manos y coincidan en que el asesinato de Berta Cáceres y de otros defensores y defensoras es un problema terrible y que alguien debería hacer algo al respecto.

No es tan complicado. Depende de los Estados encontrar la voluntad política para prevenir los homicidios respondiendo mejor a las amenazas contra quienes defienden los derechos humanos, y hacer que los asesinos respondan de sus actos.