Pesadillas, agotamiento y desgaste: profesionales de la salud describen el coste emocional de vivir en primera línea

De Tamaryn Nelson, investigadora de Amnistía Internacional sobre el derecho a la salud

“Llamé a mi terapeuta una vez en medio del caos, pero sentí que no podía hablar. Es como abrir una compuerta: si dejo salir mis sentimientos, no sé si ya voy a poder contenerlos.”

Es lo que Annalisa*, trabajadora de una residencia de la tercera edad en Italia, contó a Amnistía Internacional sobre el coste para su salud mental que ha tenido la pandemia. Como tantas y tantos profesionales de la salud en el mundo, Annalisa ha dejado a un lado su propio bienestar durante la pandemia.

Sin embargo, aun en plena crisis, cuando estaba preocupada por problemas acuciantes como la falta de equipos de protección individual (EPI), Annalisa ya notaba la gravedad de los efectos psicológicos. Cuenta que empezó a tartamudear y tenía pesadillas, pero que la falta de personal hacía muy difícil tomar descansos.

El derecho al disfrute del más alto nivel posible de salud mental está consagrado en el derecho internacional, pero son muy pocas las personas que tienen acceso a unos servicios de salud mental de calidad en todo el mundo. La Organización Mundial de la Salud (OMS) afirma que en los países de ingresos medios y bajos, más del 75% de la población con trastorno mental, neurológico o causado por consumo de sustancias no recibe ningún tratamiento.

La COVID-19 ha empeorado el problema: según las conclusiones de un estudio reciente de la OMS, la pandemia ha llevado a la suspensión o interrupción de servicios esenciales de salud mental en el 93% de los países. Mientras, la demanda va en aumento. Aunque toda la población sufre los efectos psicológicos de la pandemia, el personal de los servicios de salud está expuesto al trauma diariamente y necesita apoyo adicional.

En decenas de entrevistas a profesionales de la salud, Amnistía ha escuchado repetidamente los riesgos para la salud física y mental que representan la falta de EPI y los agotadores turnos de trabajo. Estas personas se sienten minusvaloradas, desmoralizadas e indignadas cuando ven que se espera de ellas que hagan su trabajo sin la protección adecuada. Aun así, muchas no tienen elección y deben seguir haciéndolo dada la precariedad de los contratos y los sueldos, problemas endémicos en algunas partes del sector.

Sarah*, quien trabaja en una residencia de la tercera edad en Reino Unido, contó que se había afiliado a un sindicato al enterarse de que el personal contratado por agencia para cubrir turnos cobraba más que el resto. Estaba indignada por lo que considera que son “sueldos de miseria”, y por el hecho de que el personal de la residencia estaba yendo a trabajar sin estar en condiciones porque sólo recibían el subsidio legal por enfermedad. Sarah habló también del impacto psicológico del aislamiento en las personas residentes en el centro:

Cuando la jefa de Sarah la llamó en su día libre y le pidió que fuera a trabajar, ella aceptó.

“Estaba agotada, pero pensé en las personas residentes. ¿Quién iba a atenderlas? Seguramente, personal contratado por agencia. Pero cuando eres fija allí, conoces sus necesidades.”

Laly*, trabajadora de un centro de personas mayores en Francia, afirma que el gobierno subestima la sobrecarga de trabajo que implica la pandemia para su profesión. El personal de la salud que visita a pacientes en sus casas estuvo excluido del programa de bonificaciones francés hasta agosto; aunque ya se ha ampliado el programa, Laly está indignada por el bajo salario y las precarias condiciones.

Laly señala que muchas personas de su sector cobran por debajo del salario mínimo en la práctica, y que la inmensa mayoría son mujeres. Afirma que a veces trabaja de seis de la mañana a nueve de la noche, con sólo una hora de descanso, ayudando a residentes a ducharse, vestirse, ir al baño y comer. Pese a ello, dice que al principio su empresa no proporcionó mascarillas al personal; a ella se las facilitó personal de enfermería que vivía cerca del centro. A Laly le preocupa que muchas personas que trabajan en la residencia renuncien si hay un segundo pico de contagios:

“Mucha gente está quemada, tiene depresión […] Si entramos en una segunda ola, va a ser un grave problema para las autoridades porque mucha gente que trabaja en residencias va a pedir la baja médica. A pesar de su dedicación, no piensan volver a trabajar en esas condiciones.”

Un gran número de profesionales de la salud con quienes habló Amnistía Internacional dijeron que les desmoralizaba la desigualdad con que se tomaban decisiones sobre el uso de los EPI. Ronald*, farmacéutico hospitalario en Indonesia, afirma que se quedó sin protección y apoyo adecuados cuando el personal farmacéutico fue reclasificado como “no médico” a pesar de que también tiene contacto directo con pacientes de COVID-19.

Tshepo*, técnico en radiología de Sudáfrica, contrajo la COVID-19 después de acudir a su trabajo sin el EPI adecuado; el personal técnico en radiología no se considera “de alto riesgo” a pesar de que está en contacto con pacientes de COVID-19 a diario, y hasta abril no recibió mascarillas N-95. Tshepo también expresó preocupación por la falta de rehabilitación para el personal que había contraído el virus, y subrayó que el trauma de recibir el diagnóstico de una enfermedad potencialmente mortal tiene consecuencias a largo plazo:

“Mi cuerpo no se ha curado del todo. Me ha afectado a los senos nasales, tengo problemas de respiración y fatiga. Deberíamos ir a fisioterapia para reforzar la curación, y a terapia para el trauma.”

Llevamos siete meses de pandemia; ya es hora de que los gobiernos presten la debida atención al bienestar del personal de los servicios de salud.

Son múltiples las medidas que pueden adoptar los equipos directivos de los centros de salud. Deberían rotar al personal para que alterne funciones de mayor estrés con otras menos estresantes, emparejar al personal inexperto con otro más experimentado y fomentar, adoptar y comprobar los descansos en el trabajo. Tiene que haber flexibilidad para el personal directamente afectado por el virus, y todo el personal debe recibir información sobre cómo acceder a servicios de salud mental.

La dedicación de los profesionales de la salud es encomiable, pero al calificarlos de “héroes” pasamos por alto el hecho de que son seres humanos; y ningún ser humano sale indemne tras convivir con la enfermedad y la muerte durante meses, haciendo turnos de trabajo extenuantes y cobrando un sueldo mínimo.

El Día Mundial de la Salud Mental debe arrancar una iniciativa global para proteger al personal de los servicios de salud y abordar la diversidad de problemas que la pandemia representa para su vida y su bienestar. Todos tenemos una gran deuda con personas como Annalisa, Sarah, Laly, Ronald y Tshepo, y es hora de que los gobiernos tomen medidas concretas para demostrar lo mucho que se las valora. Si los profesionales de la salud no están a salvo, nosotros tampoco.

*Todos los nombres son ficticios para proteger la identidad.