Erika Guevara Rosas, directora para las Américas de Amnistía Internacional
Desde su fundación en 1961, Amnistía Internacional ha observado como los Estados alrededor del mundo van selectivamente y diferenciadamente fortaleciendo sus capacidades para garantizar los derechos humanos de las poblaciones en sus países. En las Américas, desde hace tiempo hemos observado con preocupación como los gobiernos de turno han hecho un uso inadecuado de los recursos financieros disponibles, de manera que la protección de los derechos humanos queda relegada intencionalmente.
Parece obvio, pero la garantía de protección de los derechos humanos requiere la asignación prioritaria de presupuesto público en todas las áreas relativas. Por ejemplo, el número limitado de personas operadoras de justicia con el que se cuenta en la mayoría de los países de la región explica parte del rezago procesal de los sistemas de administración de justicia y en consecuencia de la impunidad, y esto está vinculado al deficiente gasto público para el fortalecimiento de los sistemas de justicia, y en algunos países a la corrupción imperante.
Sin recursos suficientes no hay garantía plena para el ejercicio de derechos. Sabemos bien que para atender la crisis de desapariciones en varios países se requieren recursos para establecer instituciones, herramientas y metodologías especializadas para las labores de búsqueda de personas, resguardo de evidencia forense, así como para mecanismos de prevención. La respuesta y erradicación de la violencia feminicida requiere centros y unidades especializadas cerca de las mujeres y niñas, y esto requiere de la priorización de recursos públicos.
La deficiencia en la canalización de recursos públicos para políticas sociales que garanticen derechos básicos a comunidades históricamente marginalizadas ha sido uno de los elementos centrales que previenen a los Estados responder a las múltiples crisis de derechos humanos que enfrenta la región. Es por eso que en Amnistía Internacional enfocamos nuestros llamados a garantizar la justicia fiscal durante la Cumbre Ministerial para la región de América Latina y el Caribe hacia una tributación global incluyente, sostenible y equitativa, que se celebrará en Cartagena, Colombia el 27 y 28 de julio.
Desde luego la recaudación fiscal exige mecanismos eficaces de rendición de cuentas que aseguren un uso transparente y adecuado del dinero público. Pero el ejercicio de derechos exige también una distribución justa destinada a atender las demandas sociales históricas. En Amnistía Internacional nos hemos unido al llamado por una política fiscal justa iniciado por una larga lista de organizaciones hermanas, entre ellas Oxfam, ICRICT, el Center for Economic and Social Rights, la Red de Justicia Fiscal de América Latina y el Caribe, Fundar, DeJusticia y el Centro de Estudios Legales y Sociales.
¿Cómo se ve una política fiscal justa? Luce como una serie de medidas para ampliar los presupuestos estatales hacia la inversión en bienes y servicios públicos que garanticen el ejercicio de derechos humanos, con una mirada de equidad que permita el acceso efectivo y la igualdad de oportunidades de todas las personas, y particularmente de grupos de población históricamente discriminados y marginalizados, ya sea por políticas racistas y coloniales, o por la epidemia de corrupción que afecta al continente.
Entre otras medidas, una política fiscal justa se refiere a un enfoque progresivo de impuestos y gasto público, por el que se impone mayores contribuciones tributarias a quienes tienen mayores ingresos, y un gasto público mayor destinado a quienes enfrentan mayores desigualdades para acceder a sus derechos. Además, los impuestos pueden ser herramientas para desincentivar o compensar por actividades que pueden dañar la salud o el medio ambiente, como la explotación de combustibles fósiles. También implica que las decisiones de deuda y medidas de austeridad no limiten la capacidad de los Estados para garantizar derechos humanos.
Lamentablemente, nuestras autoridades han desatendido su obligación de maximizar recursos para garantizar nuestros derechos. Actualmente, los países de América Latina y el Caribe recaudan en promedio el 21.7% de lo que producen al año, mientras que el promedio de países de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE) es de 34.1%. En muchos países, un porcentaje significativo de estos impuestos son regresivos, como el Impuesto al Valor Agregado, por ejemplo, ya que afectan desproporcionalmente a los hogares más pobres. Asimismo, nuestros Estados no cuentan con las herramientas para reducir las desigualdades que produce el mercado y que afectan el acceso de las personas y grupos más vulnerables a sus derechos económicos y sociales, en los que se encuentran sobrerrepresentadas las mujeres y personas de Pueblos Indígenas y comunidades Negras.
La falta de recursos públicos no sólo reduce derechos, sino cuesta vidas. Nuestro informe “Desigual y Letal” demostró que, entre otras razones, el bajo gasto público en salud y protección social —producto de una baja recaudación de impuestos— tuvo como consecuencia que América Latina y el Caribe fuera la región más letal del mundo durante la pandemia de Covid-19
Por otro lado, algunos elementos de las políticas fiscales vigentes tienen un impacto directo en alimentar la crisis climática. En 2022, los subsidios a combustibles fósiles de las 19 economías más grandes de la región sumaron 166 mil millones de dólares. Si Argentina, Brasil, Chile y México redujeran a la mitad esos subsidios anuales, le evitarían gastos catastróficos en salud a casi 6 millones de personas o podrían garantizar el derecho a la educación de más de 7 millones de estudiantes. Es decir, las mayores economías tienen alternativas varias para ampliar su espacio fiscal, pero han preferido la austeridad en lugar de asegurar nuestro futuro.
Atender la crisis climática requiere mecanismos de cooperación internacional que aseguren que los países más pobres no paguen las consecuencias de un fenómeno casi exclusivamente atribuible al modelo de consumo del norte global. Según la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo, la mitad de los países que enfrentan una alta vulnerabilidad climática se encuentran también en una situación de presiones financieras por deuda. En las Américas, países como Haití, Antigua y Barbuda, Guyana, Dominica y Belice se encuentran entre los con mayor vulnerabilidad ambiental y al mismo tiempo una alta vulnerabilidad económica.
Esta cumbre es una oportunidad para abogar por el alivio de la deuda de los países que enfrentan la crisis climática con una simultánea crisis de deuda, y exigir que los recursos globales para la adaptación y mitigación del cambio climático sean subvenciones y no préstamos. Ello implica una reforma profunda de la arquitectura internacional que fomente mayor inversión en derechos humanos y la justicia climática. Es cierto que también se requiere de mecanismos de transparencia y rendición de cuentas en esos países que evite que la corrupción y el mal manejo de recursos sigan contribuyendo a las propias crisis.
Esperamos que en esta cumbre los Estados se comprometan a que la región camine hacia políticas económicas que sostengan una vida digna para todos sus habitantes, y que se establezcan posiciones contundentes que reviertan tendencias globales que han relegado la garantía de derechos humanos y la justicia climática.
En el continente urge que los Estados se pongan de acuerdo sobre un impuesto mínimo común que refleje la justa porción que deben pagar las empresas trasnacionales que operan en la región y que profundice lo avanzado por la OCDE en 2021. El impuesto global de 15% establecido en estas negociaciones sigue siendo muy bajo para poder alcanzar una mayor justicia tributaria a nivel global. Asimismo, necesitamos acciones efectivas para combatir las tácticas que las empresas y personas con más ingresos utilizan para no pagar las contribuciones que les corresponden. Una efectiva coordinación regional debería redundar, por ejemplo, en un apoyo inequívoco a la iniciativa africana sobre una convención fiscal en la ONU.
Es hora de poner fin a las políticas públicas que no pongan en el centro los derechos humanos. No seamos indiferentes, nuestro futuro se discute en Cartagena.