Seguridad o barbarie: el peligro de la política del miedo

Por Rodrigo Bustos Bottai, director de Amnistía Internacional Chile.

La semana pasada estuvo plagada de declaraciones impactantes sobre seguridad. Estos discursos extremos no solo sirven para generar posicionamiento y visibilidad fácilmente en el contexto de las presidenciales, sino también para lograr impacto mediático y viralidad en redes sociales. Sin embargo, el costo de esta estrategia es alto. La escalada de violencia en las narrativas actuales que instrumentalizan los miedos y necesidades de la ciudadanía sin respetar acuerdos mínimos civilizatorios es grave.

Observamos, por ejemplo, cómo la candidata Matthei invitaba a “reabrir la conversación en torno a la pena de muerte”, mientras el candidato Kast, se distanciaba de ella indicando que “la pena de muerte es la salida más fácil para los asesinos” y que su propuesta es “encerrarlos y aislarlos de por vida, en las condiciones más duras posibles” para que vivan “una muerte en vida”. En paralelo, Kayser, habló de indultar a uniformados condenados en el marco del estallido social y de “revisar todos los casos para atrás”, mientras que la candidata Tohá habló de “las penas del infierno para los delitos más violentos”. 

Esta estrategia no es original: figuras como Donald Trump, Jair Bolsonaro y Javier Milei han recurrido a la polarización como herramienta política ya que la indignación vende, y en un ecosistema de información saturado, los discursos más agresivos logran captar la atención de la audiencia y los titulares.

Vemos con alarma cómo algunos candidatos y candidatas han convertido el populismo y la desinformación en herramientas de posicionamiento, sin respetar la  evidencia ni las normas vigentes. La verdad y la razón no están del lado de quienes gritan más fuerte ni de quienes dicen las peores barbaridades. Al simplificar los debates y escalar en violencia con el propósito de obtener más visibilidad en una campaña, se socava el propio objetivo de construir seguridad y estabilidad y sobre todo se socavan la gobernabilidad y la democracia. 

Dicho esto, es bueno aclarar que no existe evidencia de que la pena de muerte tenga un efecto disuasorio en la prevención de los delitos, más aún, esta pena es el mayor ejemplo de crueldad, inhumanidad y degradación. Haberla derogado en el 2001 es un avance civilizatorio para Chile y bajo ningún punto de vista podemos permitirnos retroceder 24 años en derechos.

Nuestra historia también es un factor importante: en un país que ha vivido el horror de la desaparición, la tortura y el terrorismo de Estado, cada declaración tiene peso. Cada frase inescrupulosa puede ser una puerta hacia la barbarie.

Entonces, al aproximarnos al debate sobre seguridad y violencia con la seriedad necesaria resulta al menos paradójico que quienes dicen estar más preocupados de ellas sean precisamente quienes enarbolan las consignas más violentas y disparatadas, legitimando la violencia como estrategia e instrumentalizando el miedo y la inseguridad de las personas para obtener visibilidad y réditos personales de corto plazo. Esto no es más que populismo. 

La seguridad no puede transformarse en un botín político manipulado sin consideración por las consecuencias. Si las autoridades legitiman la violencia, ¿cómo pretenden luego combatirla?

Resulta fundamental enfatizar que la seguridad y los derechos humanos no son opuestos, al contrario, una vida más segura es una preocupación y una necesidad de todas las personas. Creer que solo un sector se preocupa y ocupa de ella mientras que el otro “solo busca defender delincuentes” es un error garrafal. La diferencia está en que hay quienes luchamos por que las decisiones se basen en evidencia y se enmarquen en los acuerdos en materia de derechos humanos que ha adquirido el Estado. 

Precisamente es la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) quien reconoce que la inseguridad generada por la criminalidad y la violencia amenazan la vigencia de los derechos humanos y que la construcción de una política sobre seguridad ciudadana debe incorporar los estándares de derechos humanos como guía y a la vez como límite infranqueable para las intervenciones del Estado.

Ya en el 2009, en su Informe Sobre Seguridad Ciudadana y Derechos Humanos, la Comisión afirmaba que “la construcción de una política sustentable sobre seguridad ciudadana enfrenta obstáculos a partir de lamanipulación de la inseguridad subjetiva con objetivos exclusivamente político‐partidarios,escenario que se advierte claramente durante los períodos electorales”. 

Por otro lado, la  relatora especial sobre los derechos a la libertad de reunión pacífica y de asociación, Gina Romero, advirtió sobre la preocupante proliferación de autoritarismos que normalizan las restricciones a las libertades fundamentales y analiza el uso de narrativas deshumanizantes en torno a la seguridad, el orden público o la defensa de valores tradicionales para justificar la supresión de los derechos civiles.

Que quede claro: los compromisos en derechos humanos obligan al Estado a definir y llevar adelante las medidas necesarias para garantizar los derechos más vulnerables frente a contextos críticos de de violencia y criminalidad, pero los avances en seguridad no se conseguirán profundizando la violencia sino a través del fortalecimiento de las instituciones, la prevención, la garantía de otros derechos fundamentales como la educación, la salud, la vivienda, etc., y con el respeto irrestricto a los acuerdos y a las normas. 

Pero no solo el Estado tiene un rol que cumplir. Como ciudadanía debemos evitar a toda costa ser cómplices de la deshumanización y de la escalada de violencia, que convierte la política en un espectáculo donde gana quien grita más fuerte, no quien tiene las mejores propuestas, reforzando la discriminación y erosionando la democracia. Como votantes, no podemos premiar estos discursos con nuestra atención ni con nuestro voto.

Desde Amnistía Internacional exigimos responsabilidad a las autoridades, especialmente a quienes aspiran a gobernar el país. También exigimos debates serios, basados en los derechos fundamentales y en la evidencia, donde primen la sensatez y la inteligencia. 

No podemos normalizar el odio y la violencia. El futuro de nuestra democracia depende de ello.

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