El 21 de marzo marca tanto el inicio de la primavera como el Día de la Madre en Palestina. Es un día de celebración, de esperanza, pero ahora mismo nos cuesta mucho tener esperanza.
Mi hijo de 12 años me pidió perdón porque no había podido comprarme un regalo por el Día de la Madre; yo lo abracé y le dije que, por ahora, su supervivencia es el mejor regalo que Dios me ha hecho y no necesito nada más.
Vivo en Beit Lahia. Todavía estamos retirando escombros, intentando reparar los destrozos de nuestra casa y hacerla habitable, más de un mes después de nuestro regreso al norte. Aquí todo es una lucha: ser madre durante el genocidio es luchar cada minuto, cada segundo para mantener a tu familia cuando no hay nada a tu alcance. Conseguir agua potable es una batalla, conseguir comida es una batalla, conseguir verdura o fruta es un sueño… Pero soy una madre con suerte porque mis hijos siguen con vida.
Miro a mis hijos y me siento culpable porque se les ha arrebatado la infancia, se los ha metido a la fuerza en el mundo cruel de los adultos y de la guerra: sin escuelas, sin parques infantiles, sin paseos diarios junto al mar. Oigo caer las bombas y desearía poder envolverlos con mi propio cuerpo, y que mi amor, más grande que el universo, pudiera protegerlos y servirles de refugio.
Media hora antes del final del ayuno por ramadán, el Día de la Madre, vemos que las fuerzas armadas israelíes han ordenado ‘evacuar’ nuestra zona pero, ¿a dónde vamos? Estamos cansados de desplazamientos, de tener que cargar toda nuestra vida a la espalda y huir otra vez para volver a empezar desde cero. Intentamos rehacer lo que queda de nuestras vidas, y esperábamos poder hacerlo sin temor a las bombas que llueven sin parar sobre nosotros. ¿Era mucho pedir?
No tienes elección cuando hay un genocidio. Intentas negociar con la muerte: por favor, aléjate de mis hijos. Ya nos habíamos desplazado en nueve ocasiones para huir de la muerte. Intentamos esquivarla pero, al final, sabes que todos estamos indefensos contra esto.
Una madre de Beit Lahia (Gaza)
No tienes elección cuando hay un genocidio. Intentas negociar con la muerte: por favor, aléjate de mis hijos. Ya nos habíamos desplazado en nueve ocasiones para huir de la muerte. Intentamos esquivarla pero, al final, sabes que todos estamos indefensos contra esto.
No sé si sobreviviremos a esta última serie de bombardeos, ni si el mundo recordará que una vez vivía gente en un lugar pequeño llamado Gaza, con la costa más bonita del mundo. Aquí residían personas que querían vivir, que tenían muchos sueños, que anhelaban criar a sus hijos en circunstancias normales pero nunca tuvieron la oportunidad de hacerlo.
Sólo sé que, si no lo conseguimos, nos iremos sabiendo que hicimos todo lo que estaba en nuestra mano y aún más para proteger a nuestros hijos. Beit Lahia siempre ha sido la capital de la fresa y las flores; ahora es una ciudad de escombros, humo y hedor a muerte. Les pido que sigan recordándonos por nuestras fresas y amapolas, y que recuerden los nombres y rostros de nuestros niños martirizados, que ya nunca podrán hacer un regalo a sus madres por el Día de la Madre.
Se ha omitido el nombre de la autora por motivos de seguridad.