“Ha sido un viaje muy difícil, sobre todo para mi hija –nos cuenta Noor*, una mujer de 27 años de Afganistán–. He tenido que verla asustada cada día, secar sus lágrimas cada día.”
Noor está en Horgoš (Хоргош), en la frontera de Serbia con Hungría, en un campamento de pretránsito con tiendas de campaña situado junto a una elevada alambrada de espino. Cada mañana se une a los varios cientos de personas más que se agolpan angustiosamente ante una lista, para saber si su nombre figura en ella y cuánto tiempo más tendrán que esperar. Es un documento que rige los destinos de cientos de personas: marca meses de espera para viajar a unos, y años de espera a otros. Es la lista de espera para refugiados y solicitantes de asilo que intentan pasar a Hungría y a la Unión Europea.
Noor nos pide que hablemos sin que estén presentes los niños; ya han visto y oído demasiado, nos dice.
“La vida se volvió muy difícil para nosotros […] Era demasiado peligroso salir de casa. Tuvimos que irnos, no había elección”, nos cuenta. “Mi sueño es ver a mi hija feliz. Ver que puede ir a la escuela, aprender y estar por fin a salvo.”
El suyo es un relato que nos suena demasiado: viajaron por tierra desde Afganistán a Turquía, cruzaron en barco hasta Grecia y allí quedaron atrapados en condiciones espantosas, hasta que por fin pudieron dirigirse hacia el norte atravesando Macedonia hasta llegar a Serbia.
Sin embargo, por ahora no son más que nombres y cifras en una lista de espera interminable, sobreviviendo al día. Los campamentos están junto a la frontera, en Horgoš y Kelebia. Se han convertido en “zonas de pretránsito”, donde los refugiados que desean solicitar asilo en Hungría están obligados a esperar.
Las únicas fuentes de agua son un par de lavaderos, y hay una fila de retretes portátiles a lo largo de la alambrada. No hay duchas ni zonas de juego infantiles o de descanso para adultos. La mayoría de las familias permanecen el día entero en viviendas improvisadas, construidas en torno a pequeñas tiendas de campaña, donde intentan protegerse de la suciedad y del sol abrasador. Algunas personas han traído a sus madres y padres ancianos a cuestas o en silla de ruedas para poder llegar a Europa. Hemos conocido a mujeres embarazadas a punto de dar a luz, a madres con recién nacidos, a familias enteras que lo han dejado todo atrás para huir de la destrucción de su localidad natal por el grupo armado que se autodenomina Estado Islámico, o por los talibanes.
Estos campamentos, al principio ignorados y después patrullados por la policía de fronteras serbia, albergan actualmente a unas 600 personas. En Horgoš hay más de 400 personas, en su mayoría hablantes de farsi, y, en Kelebia, 200 personas cuya primera lengua es el árabe o el kurdo. Predominan las familias con hijos de corta edad.
Tener un idioma común facilita la comunicación dentro de cada campamento, y ha ayudado a crear un ambiente más tranquilo para todos. Pero no por eso se hacen más soportables las semanas de espera.
Los improvisados puestos de tramitación, instalados en contenedores de carga y gestionados por las autoridades húngaras, abren muy pocas horas cada mañana, por lo que sólo se permite la entrada de 15 personas en cada una de las dos zonas de tránsito. Los pocos afortunados que resultan elegidos se incluyen en una lista presentada por los dirigentes del campo y “verificada” por la oficina húngara de migración. Diversas organizaciones elaboran listas y encuestas de población de los campos, pero no hay escrutinio oficial de situaciones de vulnerabilidad ni de necesidades especiales.
Cualquier error cometido en las listas puede tener consecuencias catastróficas. Un menor no acompañado de Afganistán de 17 años, E., viajó hasta la frontera con una familia que le brindó protección. Pero su nombre no estaba en la lista de miembros de la familia, por lo que, después de una espera de 45 días y sin que le hicieran ninguna pregunta, fue devuelto al campo (y al final de la lista). Mientras lo empujaban a la salida, los funcionarios le dijeron que él debía figurar en otra lista.
En Kelebia hemos conocido a una familia kurda de siete miembros procedente de la parte nororiental de Siria. “¿Se han enterado de las terribles explosiones en nuestra ciudad?”, nos preguntan. “Decidimos marcharnos porque Daesh (el autodenominado Estado Islámico) vino a nuestra ciudad y empezó a matar a los hombres y a secuestrar a las mujeres.”
Este mismo año ya habían estado cuatro meses en el infierno del campamento improvisado de Idomeni, en la frontera entre Grecia y Macedonia.
La madre va a dar a luz de un momento a otro; lo que no saben es si sucederá en Serbia o en Hungría.
En Horgoš hemos conocido a una familia de ocho miembros procedente de Afganistán. El más pequeño de los hijos sólo tiene tres años y, mientras hablamos, se balancea entre nuestros brazos, deseoso de jugar. Oímos que su madre está enferma y sufre muchos dolores. Necesita con urgencia una clase de tratamiento médico que no puede recibir en el campamento.
“Estamos muy asustados –dice su esposo–, no sabemos qué hacer.” Llevan casi un mes en Horgoš y nos cuentan que ocupan el puesto 127 de la lista. Sin que aparentemente exista una forma de cruzar antes la frontera para acceder al tratamiento médico, se quedan esperando, asustados y con la incertidumbre de lo que les deparará el futuro.
Los refugiados que finalmente consigan cruzar la frontera y entrar en Hungría y en la Unión Europea, comprobarán que no han llegado precisamente a la tierra prometida. Todavía tendrán que afrontar muchas más dificultades y enjugar muchas más lágrimas.
Es inaceptable que los refugiados tengan que arriesgar la vida y atravesar un infierno para alcanzar la seguridad en Europa: necesitan rutas legales y seguras para conseguir la protección que buscan, y recibir un trato digno.
Alice Wyss y Todor Gardos son investigadores sobre Europa de Amnistía Internacional. Están actualmente en Hungría.
*Nombre ficticio.
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