Por Joe Freeman, investigador de Amnistía Internacional sobre Myanmar, y Carolyn Nash, directora de Incidencia sobre Asia en Amnistía Internacional Estados Unidos
Este artículo se publicó originalmente en The New Humanitarian
Nasima, de 13 años, tiene miedo de la oscuridad.
Pero los miedos de esta niña rohinyá no son imaginarios.
Para ella, los monstruos son reales: bandas criminales que acechan su campo de refugiados por la noche.
“Después de las siete de la tarde, apagamos las luces por miedo a los ladrones”, contó. “Por la noche no podemos salir, ni siquiera al retrete.”
“Aquí la noche es oscura.”
Nasima era muy pequeña cuando ella y su familia huyeron de sus hogares en Myanmar en 2017, escapando de las operaciones militares que mataron a miles de personas, arrasaron poblados enteros y empujaron a más de 700.000 rohinyás a campos precarios en Bangladesh. Pese a haber soportado una infancia en el campo de refugiados más grande del mundo, donde ahora viven 1,2 millones de rohinyás, mantiene el optimismo sobre el futuro, y sueña con ser abogada.
Nasima tiene más suerte que la mayoría. Puede asistir a una escuela en el campo que cobra unas tasas de matrícula asequibles. Sus días están regulados: oración, estudio, pintura, y tiempo en un club recreativo local con sus amigas y amigos.
Sin embargo, ve la decadencia que la rodea, y enumera una lista de problemas sociales: la violencia intrafamiliar se ha vuelto más frecuente, al igual que los juegos de azar, y advierte de que el matrimonio precoz irá en aumento.
Hoy, la Asamblea General de las Naciones Unidas celebra una conferencia de alto nivel sobre la situación de las personas rohinyás y otras minorías en Myanmar. Aunque el objetivo general es que la población rohinyá pueda volver a sus casas en Myanmar, pocas personas se hacen ilusiones de que eso pueda suceder pronto. El norte del estado de Rajine, de donde proceden la mayoría de las personas rohinyás de los campos de Bangladesh, está ahora bajo el control del Ejército de Arakán, que mantiene un conflicto activo con el ejército de Myanmar y grupos armados rohinyás.
Muchas personas de Myanmar ven al Ejército de Arakán como una fuerza de liberación que libra una lucha justa contra el ejército de Myanmar, pues éste, desde que ocupó el poder en 2021, ha matado a más de 7.000 civiles en una campaña generalizada de detenciones arbitrarias, quema de poblados y ataques indiscriminados contra escuelas, hospitales y campos en los que se cobijan personas desplazadas.
Pero para muchas personas rohinyás que han huido de su control a Bangladesh, el Ejército de Arakán se ha convertido en otro opresor más de la larga lista de instituciones y personas que han negado a la población rohinyá sus derechos como nacionales de Myanmar. Esa lista incluye al ejército de Myanmar e incluso al gobierno depuesto de Aung San Suu Kyi, que defendió a los militares contra los cargos de genocidio en la Corte Internacional de Justicia en 2019. A pesar de que Aung San Suu Kyi puso en peligro lo que quedaba de su reputación como defensora de los derechos humanos al enfrentarse a esas acusaciones, el ejército la detuvo durante el golpe de Estado de 2021, y continúa encarcelada.
Amnistía Internacional, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y muchas otras entidades han documentado graves abusos cometidos por el Ejército de Arakán contra civiles rohinyás: entre otros, ejecuciones extrajudiciales, trabajos forzados y detenciones arbitrarias. Aunque el Ejército de Arakán ha negado estas acusaciones, señalando ataques del ejército de Myanmar y de grupos armados rohinyás y problemas de seguridad durante un conflicto armado, aún no ha demostrado que puede proporcionar a la población rohinyá todos los derechos que ésta posee.
Sea cual sea la autoridad que gobierne el estado de Rajine, tiene que tener en cuenta estos puntos, o se arriesga a repetir los errores y los abusos de la historia. Tal como expone el informe más reciente de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, “si no se abordan las causas fundamentales de la crisis de los rohinyás, lo que incluye garantizar su derecho a la seguridad, la ciudadanía y la igualdad, el ciclo de violencia contra la población rohinyá, su apatridia y su exclusión sistémica continuará”.
Casi la mitad de las personas refugiadas son niños y niñas
Mientras tanto, los niños y niñas rohinyás, que componen casi la mitad de la población del campo, tienen necesidades urgentes de protección. Pero los fondos para satisfacer esas necesidades están desapareciendo. Con la retirada de Estados Unidos, bajo el mandato de su presidente Donald Trump, del panorama humanitario, los fondos de ayuda en Cox’s Bazar cubrían, a 31 de agosto, sólo el 37% de la financiación de este año, el nivel más bajo desde 2017.
Muchos de los problemas a los que enfrentan las personas jóvenes en los campos son anteriores a la reciente tendencia de disminución de la ayuda humanitaria, pero con esa repentina reducción se han agravado considerablemente.
En el viaje que hicimos allí en julio, vimos las consecuencias.
Hablamos con adolescentes que han perdido el acceso a las escuelas gestionadas por ONG, unas escuelas que habían servido de centros educativos y lugares seguros en medio del aumento del reclutamiento ilegal por parte de grupos armados, de la violencia de bandas y de los secuestros.
En un campo, vimos a niños y niñas jugando en la calle delante de un aula cerrada y abandonada. En otro, las paredes de un “espacio comunitario infantil” habían sido literalmente retiradas, y sólo quedaba un esqueleto que recordaba la promesa rota de la comunidad internacional de proteger la seguridad de la infancia.
“Incluso cuando era estable, nuestra financiación era insuficiente para proporcionar alimentos, medicinas, escuelas… cualquier cosa. ¿Y ahora reduces eso?”, dijo un docente.
Otro dijo que, cuando en junio hubo que suspender temporalmente miles de escuelas gestionadas por UNICEF a causa de la falta de financiación, sus estudiantes pasaron a ser mano de obra infantil.
“Queremos recibir educación. Por favor, dejen de reducir los fondos.”
“Veía a mis estudiantes recogiendo botellas y basura a cambio de dinero”, nos dijo un docente. “Me entristeció muchísimo. Tan sólo unos días sin escuela, y ya estaban dedicándose a eso. ¿Qué pasará si esto se prolonga? Todos los niños y niñas estarán así.”
Aunque para el alumnado de más edad se han reanudado algunos servicios educativos, y puede conseguirse más financiación, para algunos ya es demasiado tarde, y ya están aumentando los informes sobre trabajo infantil y matrimonio precoz; también está aumentando la presión sobre las familias para que realicen peligrosos viajes en barco a terceros países.
Jamal, de 17 años, que decía que quería ser líder comunitario rohinyá, contó que veía a sus amigos perder el rumbo después de tener que dejar la escuela. Uno trabaja como mano de obra infantil; otros tres han huido a Malasia en barco con familiares. Otro niño, de 12 años, tenía un mensaje para los donantes: “Queremos recibir educación. Por favor, dejen de reducir los fondos.”
Los recortes de la ayuda humanitaria también han reducido el número de personal y han forzado el cierre de espacios seguros para servicios de protección a la infancia. Los secuestros siguen siendo un problema persistente. Escuchamos historias estremecedoras sobre niños y niñas robados a plena luz del día y ofrecidos de vuelta a cambio de un elevado rescate, para pagar el cual sus progenitores tenían que endeudarse. Los niños y niñas volvían traumatizados.
Todo el mundo habla de la disminución de recursos y de tener que arreglárselas con menos. Los cilindros de GLP, utilizados como combustible para cocinar, escaseaban en el momento de nuestra visita y se iban a agotar pronto. La escasez ha contribuido a crear tensiones con la comunidad de acogida en Bangladesh, porque algunas personas refugiadas entraron en terrenos cercanos para cortar leña, enfureciendo a los residentes locales que tienen sus propias dificultades económicas.
Los países de la región deben dar un paso al frente
Aunque Estados Unidos sigue proporcionando ayuda humanitaria a Bangladesh, ésta es de menos de un tercio del total de 2024, según los datos más recientes de que se dispone. Pero, aunque históricamente ha sido el principal donante, no se puede depender de que Estados Unidos aporte el grueso de la ayuda para siempre. Es necesario que otros países den también un paso al frente.
Como país anfitrión dirigido por un gobierno provisional después de un levantamiento juvenil y con elecciones previstas para febrero, Bangladesh tiene suficientes problemas, y no puede hacerlo todo solo. Pero sí tiene que estar dispuesto a tomar decisiones valientes que pueden ser impopulares. Si los rohinyás no pueden regresar aún, y la disminución de la financiación se convierte más en el estado habitual que en un hecho ocasional, sólo quedan unas pocas opciones.
Un buen punto por el que empezar sería aumentar los recursos para la educación de la población rohinyá, su acceso a la atención médica y la regularización de su estancia para permitirle oportunidades de empleo y libertad de circulación. Bangladesh también debería trabajar para mejorar su relación rota con el Ejército de Arakán, que tiene el control de hecho sobre el territorio al que Bangladesh quiere repatriar a la población rohinyá. En estos momentos, el Ejército de Arakán culpa a Bangladesh por permitir presuntamente que grupos armados rohinyás lancen ataques a través de sus fronteras. Un conflicto armado adicional no ayudará a la repatriación: sólo servirá para retrasarla o hacerla imposible. Lo que debe cruzar la frontera es ayuda, no armas.
Los países de la región pueden ayudar creando rutas alternativas para la población rohinyá que desea ir a la escuela o trabajar. Algunos ayudan de forma discreta, pero eso no basta. La alternativa —enviar de vuelta a la gente al estado de Rajine contra su voluntad, o permitir que las condiciones se deterioren aún más hasta que la gente se vea obligada a huir en barco a terceros países— sería desastrosa.
Por último, Bangladesh debe permitir que prospere una sociedad civil rohinyá independiente, no intentar crear una partiendo de cero con líderes rohinyás elegidos a dedo. También debe mostrar los progresos de la investigación sobre el asesinato, en 2021, del líder comunitario rohinyá Mohib Ullah, por cuya muerte nadie ha rendido cuentas hasta la fecha.
En un informe reciente en el que se estudian perspectivas desde los campos sobre maneras de avanzar, el 45% de las personas rohinyás que respondieron dijeron que no hay un liderazgo efectivo. Es su futuro, y ellas son las que deben decidirlo. Esperemos que la conferencia de Nueva York sea el principio de una nueva era en la que rohinyás como Nasima, Jamal y otros puedan tener su futuro en sus propias manos.
The New Humanitarian pone un periodismo independiente y de calidad al servicio de los millones de personas afectadas por crisis humanitarias en todo el mundo. Más información en www.thenewhumanitarian.org